No es posible disuadirlos; la grasienta parte del cerdo y la virgen están allí para conmemorar desde el palco. Han comenzado a empujar; la turba descuartiza a mano, muerde. Me impulsó a emprender lo imposible entre un grupo de hermandades que soplan gaitas y destilan sustancias etílicas. Hay lloros, alientos entre cortados ante la presencia inquietante de un altar que se devela con un acto brusco. La comunidad se balancea; los actores saludan repasando sus anotaciones para mantener la rítmica de las reverencias, un movimiento exacto y continuo que causa estupor entre los presentes, que, alterados y enloquecidos, coinciden en destacarse a sí mismos.
Otra vez descuartizados a manos de la turba, abren, sacan los conductos intestinales, y ya puestos sobre la mesa surge la ofrenda entre el cántico, conjurando detalles luctuosos, inquietantes. Idiotizados, pulsan el cuento de la historia, ofreciendo al compareciente mimos y adulaciones. Salen y se llenan secuencialmente de gloria en un acto incuestionado que no lamenta la realidad que se repite y profundiza con su interminable aburrimiento de comensales y ofrendas religiosas.
© juan carlos vásquez
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