Me levanté con el firme propósito de eliminar toda forma de repetición, pero de nuevo el café, el reloj que estaba sobre la mesa marcando la hora. Llamaría por teléfono entre las nueve y las nueve y media, tocaria el claxon. Era X. Pasaba a recogerme en su vieja furgoneta, estaría sintiéndose mal, tendría nauseas, conduciría rozando la velocidad permitida repitiendo que dejaría de salir en las noches porque así no podía trabajar, y estalló entre risas con una historia loquísima; algo así como que se pasó un stop y lo persiguió la policía, que no recuerda nada hasta que despertó en su cama sin saber cómo llego a ella y una prostituta de la Calle Robador dormía a su lado, la reconoció por un tatuaje en la espalda.
En el grupo que cruzaba otra calle, justo en el semáforo, estaban esperando la luz roja para pasar la chica pelirroja, la africana, y un anciano altísimo y desgarbado. Nos saludaban, pero no nos hablábamos. Las mismas respuestas a las mismas preguntas, en mi mente, en los años y el corazón, nadie parecía sentir tal cosa. La sensación persistía durante toda mi labor cotidiana. Me telefonean, me hablan. Nada, no me dicen nada diferente. Recuerdo todos los días como un único día.
Me hundí entre la comodidad de una terraza, a plena luz, con el vaso en la mano, todos reían, yo no, ya había reído por lo mismo demasiadas veces. Bajo términos de cordialidad y dialogo interno, tomé una determinación, fui al trabajo y renuncié pero el jefe se burló, pidiéndome no actuar por impulsos, balbuceó que si un tiempo para pensarlo, que si la edad. Enfatizó con fuerza que la estabilidad emocional dependía de la económica, aseguró hasta el aburrimiento el privilegio de tener un trabajo.
«Todos pasamos por momentos raros, no hay que tomar decisiones precipitadas», insistió dándome una palmadita en la espalda, y me incitó a meditar interponiéndose ante cualquiera aclaración que intentara. Dije un no a todo a viva voz. Tenía la dentadura manchada de café de tantos desayunos insustanciales en oficios que no se correspondían a mi realidad. Mis ganas son más fuertes que mis razonamientos, me niego a detenerme. Los problemas surgieron cuando se agotó el vocabulario del grupo. Es absurdo hacer previsiones. Lo que para mí era un problema para ellos era una cotidianidad necesaria, y así pasaron semanas. Ya la implicación de mis jefes no partían de las sugerencias, ahora habían pasado a ser órdenes. Me sentía atrapado, sin posibilidades de llegar a un acuerdo con aquellas personas. ¿Y si no me dejaran salir? ¿Y si por algún extraño mecanismo de convencimiento que no conocía me hacían ceder a sus indicaciones? ¿Quiénes eran ellos para decidir sobre mi futuro? Ya lo sabía, eran unos malditos, gente que se revuelca en el fango. Ladrones. Canallas, una verdadera porquería. Gentuza que desprecia el camino correcto, el único camino, el camino hecho y derecho, ignorantes, locos encerrados en si mismos que insisten sin parar en dejar gente atrapada en su círculo.
Texto perteneciente al libro «Vulnerables».
© Juan Carlos Vásquez
Fotografía de Giorgio Trovato (en Unsplash). Public domain.
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