Tres días

Como todos poseo orgullo y debilidades; pienso cosas, reclamo, me voy, vuelvo y tú vuelves con todo, cuando regreso. Hasta en el desequilibrio asomas la cara y me da risa en el tembleque, estoy cansado. Todo es cuestión de percepción, no te dejes engañar por los sentidos, siempre hay algo que se está fracturando y enseñará la sorpresa. Atrévete a imaginar. No importa que sea un juego corto, solo hasta que los temperamentos se carguen y volvamos a agredirnos verbalmente. Sí, es verdad, entonces regresaremos irremediables a elegir la personalidad que más odia el uno del otro, como un círculo, como la rutina que tanto odiamos y que solo cumplimos por la conciliación del sexo. (San Francisco, California, 2007)


Abro los ojos, me pongo de lado, veo la silueta de Marisa, me alegro de que nos hayamos reconciliado. Trato de decirle algo, pero está profundamente dormida. De madrugada la oí delirar en un par de ocasiones. Eran casi las tres de la

madrugada. La había observado infinidad de veces, nunca me había sentido tan feliz. Al menos he desarrollado una nueva capacidad casi prodigiosa, y eso me permite hablar de lo que ella quiere y, a la vez, pensar en otra cosa. Anoche traje vodka; aprendió con esa bebida qué es la subida, la crisis, la alucinación. La vi sacudir la cabeza. Aunque fingía indolencia, no le importaba explicarme que se vomitaría encima.

La Etamina, Zyprexa y quizá el Dipamine, forman un cóctel estupendo, cuanto menos para hacer un viaje astral. ¡Cómo nos reímos!, aunque le temblaba todo el cuerpo, se dejó amar.

Marisa y yo, al menos, hemos padecido diez rupturas; algunas por razones muy justificadas… otras sin causas aparentes. El primer obstáculo fue la familia, el segundo: amantes diversos; y la más reciente, una extraña vocación de sacerdotisa que casi arruina nuestro amor. En pijama me reprochó no haberse curtido en caminos espirituales. Anoche la escuché, en tiempos de crisis esto lo aprendes pronto. Han pasado doce horas desde entonces y ella sigue descansando, pronto todo se repite. Despierta, me abraza. Otra vez me veo siguiendo sus pasos por un laberinto de pasillos. Luego dormir con la radio encendida. Recuperar algún tema de discusión; que mis hábitos, que sus hábitos, que soy un desorganizado. Incapaces de buscarle soluciones, nos besamos. Anoche, a su manera, salimos de la rutina. Mientras la vi alejarse hacia la habitación tenía un clamoroso pánico del futuro, empuñaba la botella de vodka y una jeringa casi se le salía del pantalón.

Ignoro lo que haría en aquellos minutos. Ignoro si debía acompañarla. Qué más le contaría si todo se lo había contado. De la enfermedad, de los ingresos, del cajón abarrotado de pastillas; porque nuestras vidas habían sido una montaña rusa, subiendo, bajando, perdiendo trabajos, buscándole justificación a mis viajes sin fecha de retorno. 

Desde el salón la escuché cantar, luego tiró algo contra el piso y me llamó. Al ver que no iba, me preguntó si con el tiempo resultaríamos favorecidos. No sé a qué se refería. Entonces volvió a cantar. Anoche me acosté y la vi con sus ojos semiabiertos, rasgándose la cara. Tenía un motor de inyección que la gobernaba. Viajaba como siempre, ella hacía y deshacía, yo la miraba tratando de entender todos sus gestos.


¿Cuánto tiempo ha pasado desde aquella noche?

Ya no pierde peso, ya no me dice nada, se le fue mitigando el hambre de forma paulatina. Ya no hay excursiones secretas al refrigerador. Su cuerpo pesado, amorfo, desajustado. No tengo instrumentos para hacer nada. Un día más, un día menos, según se mire. Siento deseos de abrazarla, de acariciar su cabello, de reparar nuestra intimidad. He vuelto a reír duro. No sé si lo suficiente. Hurgo en mi memoria un dicho, una cita, algo que la haga reír. Me siento, me planto a beber. Me emociona tanto el trago que surge la música. Me demoro en decir algo, pero se lo digo gritando y uso una de sus pastillas buscando estrategias. Me causa temor el que no hable nada. Entonces no puedo más y la toco, la tomo por un brazo y la empujo hasta colocarla boca arriba. No me reconoce, se ha encerrado, no quiere ningún contacto con el mundo exterior. Si me lanzara una sílaba no la molestaría más pero no lo hace, le reprocho.


—¡Que siempre colaboro! —insisto en molestarla para que reaccione. Le pido nuestros ahorros. Marisa puede decir misa, pero igual despilfarra. Inventará algo. Como yo escribo poesía, aquella vez me dijo que la música también era poesía. Me mostró un pentagrama con una concatenación de notas y salió corriendo para comprar un piano. 

Una semana sin comer. Allí comenzó otro de los tantos episodios desfavorables que no quiero repetir. Cuántas veces lo hice. Ahora estaba seguro de lo que deseaba. Rápido me puse de su lado y la abracé explicándole que ya no me iría. Nunca me había prohibido nada y la única forma que tenía de vencer un pecado es ceder ante ellos. Yo había cedido ante todos como Marisa. Ahora mi única tentación era su amor y su cuerpo.

Afuera empezaba a escucharse agitación, el ruido de los motores de los autos. ¿Cuántos estarían en la misma confrontación? Yo quería elaborar un nuevo proyecto de vida por eso utilizaría todo el tiempo necesario para analizar mi relación con Marisa. Ninguna teoría de la vida me parecía tan interesante comparada con la vida misma. Sé que muchas veces la he molestado, pero siempre nos hemos puesto de pie y hemos recorrido los caminos juntos. Mientras pienso, una aguda punzada me atraviesa, me hace temblar. De repente brota una bruma de lágrimas, abro mi mano y la pongo sobre su espalda, la frialdad me asombra, un aleteo me perturba en los oídos. Ella que siempre tuvo una temperatura tan alta. El color escarlata de sus labios se disipa y se torna oscuro. Entonces acerco mis labios a sus labios, la levanto, la vuelvo a poner sobre la cama. 

Difícilmente puedo sacarla de su posición. Le quito la ropa, la cubro con las sábanas, la peino con mis dedos. Trato de reparar la falta de color de sus labios, pintándolos. Poco a poco fui sintiendo surgir una risa desde lo más profundo de mi estómago. Me puse a jugar con un largo cortapapeles que tenía forma de caparazón de armadillo. Comenzaba a preguntarme hasta qué punto resistiría. La puesta del sol alumbraba de un dorado extraño las ventanas superiores de la casa y me sentía totalmente feliz. Antes bastaba que volteara para observar a Marisa sacar un cigarro de la pitillera. Las hojas secas comenzaban a caer con la brisa y la incertidumbre, junto a una risa nerviosa, hacia una ilusión que trataba de descifrar.

Marisa tenía las orejas tiesas con las puntitas negras. En aquel momento
por primera vez vi más allá de la vanidad, de la farsa, de la estupidez, del vacío; me había dado cuenta del profundo amor que sentía por Marisa.

Empecé a retroceder, empecé a sentirme agotado, seguro de no haber logrado nada. Traté de pensar que cuando se tiene una experiencia inquietante la mente hace toda clase de malas pasadas. Pude distinguir mi ira. Marisa y su inmovilidad la habían provocado. Marisa y su diario cotidiano. Ese corto y delgado hilo que divide un amor grandioso de lo cursi. La cabeza me daba vuelta y sentí un mareo acompañado de náuseas. Recorrí la habitación con la mirada. Arrugué la nariz al oler un aire mohoso y viciado mientras recuperaba recuerdos. El calor se incrementaba, la gordura en su rostro. Centrada en el techo, ¿qué veía? Notaba una nube de desesperación suspendida. Era demasiado doloroso. Esta vez la sacudí más fuerte. Le hablé durante más de dos horas sin detenerme. De la primera carta, de los poemas, de las mezclas. Su elección, a mi entender, era simple, pero quería convencerla. Estaba obligado a escuchar algo de sus propios labios. Le grité, le exigí con más fuerzas sacudiéndola por enésima vez, con tal violencia que cayó de la cama. La cabeza me daba vueltas, respiré con dificultad, más bien resollaba. Sentía que se agotaban todos los tiempos. Horas en que me sentía más débil de tanto insistir en sus señas y me tambaleé hacia atrás, y el calendario.

Tres días después no concebía un solo minuto más. Examiné mi aspecto, temblaba. Marisa estaba unida a mi existencia. Mi ensueño transcurrió: corríamos juntos y nos acercábamos de prisa. Ella se iba descomponiendo en su recorrido, planteándose nunca más ponerse en cuerpo. Entonces mi carrera bajaba de intensidad hasta quedar en medio, esperando un diagnóstico.

Haciendo guardia creí ver entre la tensa calma una sombra que correteaba. Aquel silencio fue sustituido por un sonido extraño, como si miles de organismos minúsculos y pegajosos lucharan por un bocado dentro de sus ojos para arrancarle la mirada, gritos fuera, golpes violentos contra la puerta, mi indignación de no saber cómo ni por qué.


© juan carlos
vásquez

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