Al fin la calle (Diario de Barcelona)

I

Botes de cerveza, botellas de whisky, cajas de vino, de cigarrillos, jeringas, condones. En Montjuic solo quedan los vestigios de lo que fue un encuentro descontrolado (y comienza la quietud). Pienso de mala gana buscando un no sé, reflexionando en que quizá hubiese sido mejor pensar más antes de estar en aquellas calles, pero el énfasis de mi reflexión disminuye.

Los amantes que van y vienen bajo las ramas del parque dejan rastros evidentes del mal estado de la salud. Camino hasta el Raval, del Raval al Borne, del Borne al Raval. Son las cuatro, las cinco, casi es de mañana… el tiempo pasa a cámara lenta. Ni el menor indicio de movilidad. Todo se conserva estático en la oscuridad. El gran silencio desciende si no tienes una ruta y surge una mezcla de temor… un sorbo al peor vino existente.   

Observó árboles urbanos, sombríos, espectrales, la ruptura del silencio por un africano que corre y grita mientras dos Mossos d'Esquadra lo siguen. «No ayuda, la policía no ayuda», repite exaltado ante una evidente comezón producto de un chute de heroína. 

II

«Todo quedará atrás», me dije que todo quedaría atrás, mil veces lo repetí para olvidar la zona de confort y empezar en lo que fuese y apareci en la carrer de Sant Oleguer, en el punto rojo, en la Rambla, en el puerto, en la Plaza Real, en el día y la noche que me ofrece un camino.

Hacia la medianoche acompañó a Roí a la Rambla y me quedo con la estatua de Neptuno, mientras toca la flauta brota el vino. A veces, de repente, estalla una tormenta: un auténtico aguacero. Parece amenazadoramente próximo y siniestro, pero no es más que una falsa alarma. Es octubre, el tiempo pasa más rápido de lo que se siente. 

De repente, vuelvo a pensar en la chica húngara del sombrero, aparecía con intermitencia, pero esta vez no aparece. Meses atrás se había presentado hablando de la entrada de un satélite en fragmentos a la tierra, de un castillo en Transilvania y unos lobos, porque ella es de Transilvania, imagino que es de Transilvania cuando en realidad es de Budapest. Aquel día, era el final y era el comienzo. Estaba exhausto, sentado en un banco, decaído, asumiendo mi nueva realidad cuando se acercó para hablar con un grupo de personas. Otros días coincidimos y bebimos cerveza, vino, hablamos sobre sus aventuras y mis aventuras, pero el presente tenía que volver y mostrarme lo amargo cuando se vencía la suerte.

Fui a comer en el centro evangélico de la Carrer d'En Robador. La fila de los sin techo convivía con las prostitutas y los yonquis. A esas horas ya el alcohol había surtido algo de efecto así que la mezcla de religión y lujuria no desordenaba lo que quedaba de mi estabilidad mental. Las horas más difíciles eran las horas muertas, esas donde todos desaparecen para buscar un refugio nocturno. Yo no me ponía de acuerdo entre uno u otro rincón. Los primeros días eran de comprobación, por lo tanto no dormía, y de tanto caminar, los dedos de mis pies sangraban, adoloridos, los calcetines adhiriéndose a las hirientes roturas de la piel. 

III

Roí quería ir solo hasta la Rambla para tocar su música, pero no le hice caso e invité a Cornel y al resto del grupo. Un par de días conociendo a Cornel y no intuí su violencia: una algarabía, un tiempo a cámara rápida, un grupo que ya no está. Un Cornel que de perderse pasa a regresar por alguna cosa que extravió cuando nos acomodábamos a las puertas del Teatro del Liceu. Me señala con saña, pregunta algo, está a punto de ensañarse a golpes. Una prostituta gimoteando nos pide liberar su espacio. La policía se pone alerta. No sé qué continúa, qué pasó, la fiesta deja secuelas. Hay fragmentos borrados y sustituidos. 
Otro ser, raro y desconocido llama negro de mierda a un angoleño, sudaca a un peruano y se marcha a prostituirse por unas monedas. Porque lo había visto la otra noche en la calle de los que se prostituyen.

IV

Josip Vukčević me alquila una litera por ocho euros. Pago para salir de la calle, pero entró en el infierno. Josip solo enciende la luz para que llegue a la cama, al acostarme la apaga. No hay ventanas, separado por un tablón se forma otra habitación y más allá otros tablones para otras habitaciones. Hay un diálogo en árabe, en italiano. Hay olor a humo de hachís, de cigarrillos, hay olor a óxido. Se escuchan ronquidos, el maullido de un gato. Las pisadas de las ratas entre decenas de bolsas plásticas llenas de comida basura. 
Las amenazas de Josip al decir que hay que levantarse temprano no tarda en unirse al encadenamiento de bajezas. Lo repite sin cesar, no para, se pone como ejemplo al revelar su edad por un par de malditas horas. Logró dormirme ante la mirada atenta de otro gato que desde cierta altura no me quita el ojo de encima. 
Al llegar la mañana respiro con dificultad, aun así, siento haber descansado. Iré a la tienda, mi café viste de vinotinto, para reponer hay que hacer una fila y luego tragar de un tirón todo lo que se pueda.

V

Allí está Cornel, sigue preguntando por lo perdido. Ahora añade que es del Norte y que todos los que no son del Norte deben irse, regresar a sus países, en una firme alusión a mí. La mayoría sabe que el rivotril, la cerveza, el vino y el diazepam no son una buena mezcla y pasan. 

Suspendidas al viento banderas con franjas amarillas y rojas tremolan y gualdrapean a lo largo de la Para-lel. Las telas se mueven apaciblemente, los cánticos se entonan, se desviven. Muchos me narran la historia, la viven, la comparten, la niegan, la contradicen, la exaltan. Pocos podrían creer la sabiduría de los desplazados.

Otros buscan propinas estirando la palma de sus manos y el sombrero después de un acto de malabarismo. Me abstraigo de todo cuanto pasa calculando en silencio los talentos desperdiciados en el vicio.
Consideré la dispersión geográfica, su historia, la circunstancia de los lugares en que estos episodios de la vida ocurren.
El nerviosismo, la duda, el dolor están implícitos en la incertidumbre y yo estaba inmerso en la incertidumbre, es como estar lanzando al mar una botella. Me indujo a pensar en lo perspicaz, aunque también te ibas a topar con los Irritados por la continua «invasión» de sus territorios, por complejos, por odio de enterradores, espontáneos dolidos por su propio resentimiento.

Iba a la masa, a las plazas, a las avenidas y a las calles, al frente de batalla. Para ver a los impasibles ante los gravísimos problemas con que la gente se debatía, a brazo partido con la cuádruple crisis, social, demográfica, económica y política, los países del otro lado. El cuento de duros conquistadores e implacables imperialistas. Lo que pasa en la prensa. Lo que se decía en las tiendas y en los hogares, lo que se oía en la radio y en la televisión se leía en los periódicos. Escuchaba, miraba sin parar. Una rara intelectualidad al lado de la miseria en una postura de mi parte que no tenía ni pie ni cabeza.

VI

Élie y sus dos perros van y vienen. Se inyecta heroína en la plaza con su amigo Niccola. Es su rutina antes de su exhibición con las mazas en la calle. Mirna dice ser italiana, pero todos saben que es croata. Dibuja animales muertos para concientizar sobre el abuso animal. Yo empezaré muy pronto a vender mis relatos hechos con cubiertas de cartón sacados de los sucios contenedores para material reciclable… Antes debía encontrar dónde ducharme, en Arriel me lo prohíben, dicen que dan prioridad a los ancianos y a los minusválidos. 

Arriel es un centro de servicios sociales donde ya no dan abasto. Me roto de centro en centro. Reaccionó tarde ante los mensajes.  

Yon, el hijo del empresario vasco, viste de cuero, cabellos y barbas pobladas. Mueve su carrito con apariencia espectral; Rodolfo, el señor que se operó para encontrar trabajo, antiguo travesti madrileño afincado desde hace mucho en el Raval, hijo de un famoso director de cine; las tres hermanas rumanas con sus horarios exactos en la Carrer d'En Robador, placer por beneficio, silencio por eficacia, altas, con vestimentas ceñidas caminan de un lado a otro al amanecer mientras muchos están cayéndose borrachos; Paco, el que asesinó a dos hombres a cuchilladas en lo que fue el barrio chino, de vez en cuando se acerca, veintiséis años en la cárcel y pocos de estar libre; varias otras muchachas y una morena con un abrigo de tigre de algodón se cruzan, se alejan, dan vueltas alrededor de la Església de Sant Agusti, donde comemos cada mañana.

De los bares salían montones de personas interesantes, la noche me producía una honda impresión; un anciano de pelo claro en patines con un modélico de chica, una mujer con pantalones varoniles y escarcha en los ojos, uñas pintadas con emoticonos.

Bebí, fumé, dejé de ver por un rato y me concentré en descifrar la hora.

Intenté dormir cerca de un grupo que desconozco, antes pedí permiso y un hombre sacó la cabeza de su saco de dormir para afirmar con su cabeza. Cuando parecía concebir el sueño escuché un correteo por la calle, pero el cansancio fue más fuerte que mi atención. 

VII

Los camiones limpian la calle con la presión del agua. Estrictamente abro los ojos cada media hora para ver el reflejo a través del vidrio. Entre el sueño y la exaltación pasa la vida de lo oscuro. Puntualmente llegará la policía a despertarnos, los chicos que recogen las jeringas. Hay que aprovechar los pocos instantes mientras el frío forme adherencias permanentes. Una chica ve mi sufrimiento y me invita a entrar en su recinto hecho de cartones y mantas, me salva de la congelación, me cubre el pecho y la espalda, se despliega encendiendo algo que al fumarlo nos relaja. Toma metadona para cumplir con su tratamiento. De la tragedia pasamos a la complicidad, reímos, levitamos, la temperatura se mantiene. Veo una lámpara que no existe, le pido a los turistas mantener su radio de acción en una circunferencia que los aleje de mí.

Con el piso y la chica de las agujas, con la hora cayéndose encima nos dormimos. Siento el calor de su cuerpo, respira con dificultad, sin embargo parece estar a gusto. Ya no queda tiempo para pensar cuando amanece y justo en ese momento luchó por despertarla, pero no despierta, me levanto y regreso a la plaza de Sant Oleguer.

Veo a Gabriel, veintinueve años, siete desde que llegó de turista, siete desde que intenta irse y regresar a Madrid. Sentado justo al doblar la esquina saluda con educación a los transeúntes que van hacía la tienda. A veces echa a correr ante las amenazas, le persiguen, se distancia, pero vuelve para hundirse entre las monedas y el vino. Una vez finalice empezará a fluir y lo cambiará todo. 

Gabriel conoce cada recoveco del barrio, hurga, se enamora una y otra vez, ronda, pasadas las horas grita. 

Así que vuelvo de la esquina al centro. Kiko, Rafa y Mohamed llegan apenas clarea, con el perro de Rafa hay que levantar el vino y la cerveza. Suele tumbarlas para beber del piso. Los enfermos de mono asisten después de perder la sintonía con el soplo de la noche. La frecuencia silenciosa se repite día a día. Brotan órganos sexuales, canjes, dos horas son suficientes para producir el primer enfrentamiento. 

Desde el tercer piso baja el convicto de turno, abajo todos preparan las cuchillas, no puede existir despiste. Saco mi provisión de vino y la ofrezco. Ya estamos todos.

Siento una herida en el estómago, abierta, sangrante, cuando el alcohol entra y baja agrediendo mis cavidades. Aprieto los dientes, cierro los puños, no puedo liberarme del dolor. Veo en silencio las jerarquías calladas. Hay una tensión de muerte, el horror sin esperanza se convierte en festividad, los ojos electrónicos vigilan. El Rock & Roll empieza a sonar en mi cabeza cuando los buitres tratan de ponerme la moral por el suelo, pero la música opaca esa aureola de calamidad y pesimismo.

VIII

Escapo por un instante para ver a Lory. Entró a su piso y me invitó a sentarme. Dice que nos vigilan, que no hable muy fuerte, que descanse pero que no hable. A Lory la conocí en Nueva York en 2002. Ya no es la misma. Está colgada del contacto de una energía. Dice que vender es un vicio, pero vende. 

Estará en Barcelona unas semanas y regresará a Chamonix Mont Blanc. No para de contar que la guerra ocultó almas en su ático. Cuando habla de ello se activa de manera paranormal.

 Aprovecho a toda velocidad mis opciones, me ducharé para cambiarme porque escuchará un ruido y dirá que ese ruido es una trasmutación proveniente de su casa, que no me distraiga si me explica.

«¡En mi casa de Francia hay apariciones, gente que lleva traje de 1940!», exclama. «Con telas drapeadas; golpean la pared; suben, bajan escaleras. Mi amiga Fiore me ayudará para que se vayan, ella sabe de eso». 

Disimuladamente asomo por la ventana y observo el cielo blanquecino anunciando tormentas. Sorpresivamente expresa a toda voz que me dejará dormir, busca unas mantas y las tira sobre el sofá del salón. 
Descansé, luego anudé los hilos de cada cubierta de libro para comenzar la nueva faena, si el estómago y el mono me lo permitían.

IX

Creo que hice lo que tenía que hacer, pero algo pasó, no recuerdo el transcurrir del día; sin embargo, había muchas monedas en mi bolsillo y ningún relato.

Vino, cerveza, la elasticidad de mi destino en suerte. Me senté sin esa línea de fatalidad que nada flexibiliza; y para suplir el aburrimiento bebí más rápido y sin pausa. 

Canté, incluso invité a los turistas a sentarse conmigo (con esa incandescencia voluptuosa de la dicha oportuna). Ya no tenía nada que temer, el fervor me asombra, se expande. Permanezco feliz mirando la resurrección de mi propio yo en los intervalos de alcohol.

X

Kiko será ingresado, sus latidos están aumentando a un ritmo que no puede sostener, se marea. Ha decidido que necesita un día más para ajustarse a la realidad del hospital. Los chicos de la plaza ante su inminente partida han preparado una despedida. Hay tripi, diazepam, rivotril, alcohol, porros… y aparece el cristal. El grupo ofrece sus presentes para que evite los espantosos síntomas de la abstinencia.

Kiko se supera en cantidad cuando consume, pensando que es un sueño destructor prolongado a través de tantas generaciones de alcohol y drogas. Piensa en la irreflexión de lo infinito… Y todo se prolonga. Uno, dos, tres días. La clarividencia de la sustancia lo saca del mal, se percibe único, volver a existir como lo sublime, pero está al tanto; de parar, la trágica sensación volverá, no para, es inútil a esas alturas construir un modelo.

Olvidamos la raíz del hecho, el dispensador de la maldición lo ha sanado, extrae todos sus desfallecimientos alimentándose del veneno que decía afectar. Curado él, curamos todos (aunque sea momentáneo) y se reinicia otra fiesta que se despliega obedeciendo a una algarabía en conjunto a la que declaramos infinita.

XI

La habitación comunal está abarrotada, pero en silencio, hay una chica con un hermoso sombrero verde (también lleva sombrero) su estilo y pulcritud diferente a la del resto me hace recordar cómo mi cara se ha poblado de vellos. Sigo en busca del tiempo perdido perdiendo el tiempo. Hay días que parecen apagados. A veces son más seguidos de lo que parecen. Entonces todo consiste en esperar horas, quizá días para que la reunión no sea la misma. 

Ya sabes que de repetirse lo mismo alguien se habrá encargado de enemistarse con el otro. Los estados de ánimo variarán por la falta o por la sobresaturación. En los últimos meses el síndrome de lo caído, de lo exaltado, de predecir a contracorriente. Una plaza como un parque de atracciones, como una montaña rusa que está a punto de colapsar.

Alguna vez inevitablemente serás culpabilizado de todo sin tener la culpa. El silencio pasa a ser un mal signo.

Rondó la Estácio de França, el parque de la Ciutadella. Vuelvo a la Oleguer. Kiko ha roto sus gafas contra el piso y se corta el brazo para sentirse. Gabriel grita, detalla el sexo de Diane Coslaw, originalmente llamado James. Me tumbo en el piso y otro grupo de personas aparecen. La hora del homenaje ha regresado; la atención apuesta por jugar una vez más con fuego, nadie pondrá orden. Barcelona tan descabelladamente…

Facilito a mi mente el consumo silenciando todo vocabulario. Hacemos lo que sea preciso para prolongar el efecto y evitar el dolor. Entonces, de manera repentina e invariable, colapso abruptamente cuando el siseo de órdenes y voces se reactiva.

Me levanté repitiéndome caminar. Me tomé una pastilla para calmar las cosas descontroladas, casi treinta minutos más tarde la respuesta experiencial era una reproducción al azar de un instinto que siempre ponía en entredicho. Me quedé fijo, congelado, mirando los destinos en unas pantallas que parecían estar colgadas en una estación de tren.

XII

Me sacudió un policía, cuando abrí los ojos me dijo que tenían cinco minutos avisándome, advirtiéndome del cierre por el altavoz. Un ruso enorme levantó la cabeza bruscamente y empezó a estirar los brazos para mantenerse despierto. Se tambaleaba hacia el suelo. 
Salí, y al sentir la atmósfera me pregunté cómo pudo haberse desplomado la temperatura tanto en tan poco tiempo. 

Dormí, no sé cuánto ni dónde dormí… Cuando iba a acomodarme sonó mi teléfono. El trabajador social quiere que hablemos. Esta vez no iré a su oficina, extrañamente vendrá. Me esfuerzo en buscar el nombre de la calle en el cartel de la esquina. Le doy mi ubicación y espero. Traía una sonrisa, un gesto de amabilidad, me dice: tengo un trabajo para ti, por allá contratan a cualquiera que se presente; me pregunte: ¿Allá es dónde?. Así que fui y lo siguiente que supe fue que estaba en una furgoneta repartiendo paquetes por la Costa Brava.

Algunos eran livianos, otros pesaban demasiado. Me daban la factura, el número, y yo corría a sacar el paquete y a entregarlo.

En todas las faenas el conductor de la furgoneta aceleraba y desaceleraba con una intermitencia demencial. 

Había veinte o treinta rutas diferentes. Nunca llegué a aprenderlas todas correctamente, pero el jefe, casi inconsciente y al volante, se las sabía de memoria.

Íbamos muy deprisa, bordeando los acantilados. Mientras más nos distanciamos, más rápido. Una tarde, semanas después, pasó lo inevitable, nos empotramos contra un edificio a toda velocidad. Afortunadamente pudimos salir de aquel accidente sin daños. Mientras el conductor se las arreglaba con la policía yo miraba a mi alrededor intentando buscar el camino correcto para marcharme, pero no lo encontraba.

Estaba en Calella de Palafrugell… y una mujer de mediana edad vio mi incertidumbre y me invitó a su casa para que me tranquilizara. La casa no estaba muy lejos del accidente, al entrar mirara donde mirara solo se veían fotos, pero rápidamente se adelantó a decirme que vivía sola. 
 Aproveché para ducharme, comimos y cuando me disponía a despedirme me invito un trago, dos, tres… Hablamos de adicción a los dulces, al café, al fetiche, a las diversidades del fetiche, al porno y sus prácticas y puso porno. La conversación fue subiendo de tono… Acto seguido, se bajó los pantalones para estar más cómoda y se aproximó mirándome fijamente así que borre todos los compromisos y me acerqué. Mi ego latía con la misma proporción que mi deseo. Con la algarabía de su respiración alterada la besé. Rápidamente flexionó su cuerpo hasta tocar el piso con las manos y me invito a darle rienda suelta a la imaginación. Desplazamos nuestros juegos a todas las posibilidades luego nos fuimos desde el sofá hasta su habitación. Había una cama amplia, vestida con sábanas rojas impecables, una mesita de noche, un armario, una cómoda. Sobre la mesita de noche estaba un vibrador y varios cigarros consumidos dentro de un cenicero. Aquella noche me quedé, pero apenas amanecer intenté marcharme… ella me pidió calma… preparo un café, luego un trago, y trago tras trago llegó el sexo. El día se extendió… Y se completó la semana. Volvía a despertarme, de nuevo allí el café anteponiendo al alcohol; y el alcohol, al alcohol y al sexo. Perdí el sentido del tiempo. Una día me desperté con un apetito especial, luego todo fue a más de lo que aquellos días había sido y percibí cómo estaba fatigándose, cómo su vientre en contracción hasta relajarse.

Cuando se durmió con profundidad me vestí y me lancé a la calle. Caminé hasta la estación de autobuses de Port Pelegri y compré un boleto. 

Me fui alejando de la Costa Brava, del cabo de Cap Roig. Siempre estuve tan aturdido con el trabajo y con el jefe que no había detallado tan maravilloso escenario.  

Allí estaba, de vuelta a Barcelona… tenía algo del dinero ganado, lo suficiente para atestarme de vinos y cubatas por unos cuantos días. 

XIII

«Busco trabajo, disponibilidad inmediata. Puedo trabajar en el área de informática, gestoría, como camarero, ayudante de cocina, puedo cuidar personas mayores. Soy puntual y respetuoso».

«Al poco tiempo de poner aquel anuncio sonó el móvil».

Tengo una empresa, ¿también querría de mí? 

—¿Qué?

—¿Usted acepta? —me confundo, insisto—. ¿Aceptar qué?

—Vendría cada semana, el primer día se desnuda y se tumba en el lugar que yo señale en la cama —Cuelgo… Vuelve a llamar, no respondo.

En el buzón de voz había decenas de invitaciones a prácticas sadomasoquistas, a tríos. Hombres y mujeres que ofrecen sus casas para hacer sexo usando «popper [5]». 

Todas son invitaciones sexuales, pero ya es tarde para comenzar a prostituirme. Así que preferí seguir haciendo pequeñas labores. Ahí estaba yo, otra vez, viviendo donde cayera la noche. Había conseguido acostumbrarme y aparte estudiaba todas las calles de la ciudad.

Era inevitable pensar en el Raval. Esos pensamientos y esa pesadumbre (y lo que respectivamente empieza). La parte de la ciudad terrena que fornica con el mal. 

© juan carlos vásquez

Ilustraciones: Juan Carlos Vásquez

1 comentario:

TERTULIA ESCRITORES dijo...

Tus descripciones del lugar y los individuos son magníficas. Eres uno de los mejores escritores que he leído en mucho tiempo. Espero logres todo lo que te mereces. Un abrazo

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