Corrí para tomar el autobús, pero no llegue a tiempo, me toco esperar. Las temperaturas variaron para construir un panorama extraño. Al nevar con rabia comencé a temblar, la parada estaba muy oscura, nervioso ante la incertidumbre vi cómo volvía a abarrotarse de gente. Me topé de bruces con la Lexington Street, pude reconocer en cada mirada (la de la ira, la timidez o la psicosis), o el perturbador lenguaje del crimen (el del heroinómano, el arrebato o el bajón), todos eran protagonistas indiscutibles de la pérdida. Medicados a voluntad.
Vi venir al autobús M35, subí y caminé por el pasillo hasta el fondo. Muy cerca escucho decir a un hombre ser parte de las degradaciones y humillaciones de la psiquiatría institucional. Su
caída posterior no sé a qué obedecía, un desmayo, una actuación. Su lucha para recuperarse a sí mismo y ponerse en pie fue solitaria, nadie se confiaba de nadie, ni siquiera su entorno. Y durante el trayecto, gracias a la oxicodona, hace de ello una experiencia colectiva. La dedicatoria ya es toda una declaración de intenciones: «Para los que han estado ahí».Cruzamos el Triborough bridge, bajamos hacía Randall Island, primera parada; Psiquiatric center. Segunda parada: Schwartz Building. Tercera parada: Charles Gay Shelter y así entre la calma de la carencia hasta Lexington Street. No me bajaría del autobús hasta que cesara de nevar porque al fin y al cabo no tenía a donde ir. Aunque muchos salen, cinco o seis personas siguen.
Ya no miro, me miran con mi geografía emocional preguntándose quien soy. El mayor castigo que recibe uno de ellos lo expresa con un grito: «¡Thorazine!». Un antipsicótico con espeluznantes efectos secundarios; les obliga a ir, tras de la sustancia, hinchados y secos. Bebo de mi maravilloso vodka para poner todo en orden, otros incrustan una aguja en el brazo e impulsan con un dedo el líquido. El conductor hace un anunció: «Recojan evidencias». Sonríe, calla, suele detenerse para cumplir horario, tiempo que aprovechamos para repostar, para orinar en las paredes de una tienda en ruinas.
Ir y venir, pasar tantas veces por los mismos puntos, las personas, los pensamientos… Ir y venir sopesando las claves de una próxima parada para romper el círculo, sintiéndome optimista, mareado, pesimista, borracho, sobrio, con nauseas, catando el fondo.
Quería alejarme de la amenaza de un diagnóstico, de un veredicto científico. El sueño y la ciencia se cruzan. Confusamente, sentí que surgían en mi mente ideas elaboradas y aprendidas en aquella larga gimnasia de vueltas: «¿Por qué?». Me distancié repentinamente de todas las historias que veía, de los sonidos. Salí apresuradamente del autobús y caminé casi corriendo en una dirección cualquiera. Habría caminado unos metros cuando oí detrás una voz, tan suave y linda. Seis horas en la calle, perdido, buscando una estación para refugiarme, regresé a la parada, exhausto, tiritando. Entré tranquilamente al autobús; alguien comentó con el conductor el calor que dentro contrastaba con la helada, y este comentario aumentó mi bienestar ¿A dónde iríamos hoy?
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