M35 (El viaje circular)

Nueva York, 2002


Corrí para tomar el autobús, pero no llegue a tiempo, me toco esperar. Las temperaturas variaron para construir un panorama extraño. Al nevar con rabia comencé a temblar, la parada estaba muy oscura, nervioso ante la incertidumbre vi cómo volvía a abarrotarse de gente. Me topé de bruces con la Lexington Street, pude reconocer en cada mirada (la de la ira, la timidez o la psicosis), o el perturbador lenguaje del crimen (el del heroinómano, el arrebato o el bajón), todos eran protagonistas indiscutibles de la pérdida. Medicados a voluntad. 

Vi venir al autobús M35, subí y caminé por el pasillo hasta el fondo. Muy cerca escucho decir a un hombre ser parte de las degradaciones y humillaciones de la psiquiatría institucional. Su

caída posterior no sé a qué obedecía, un desmayo, una actuación. Su lucha para recuperarse a sí mismo y ponerse en pie fue solitaria, nadie se confiaba de nadie, ni siquiera su entorno. Y durante el trayecto, gracias a la oxicodona, hace de ello una experiencia colectiva. La dedicatoria ya es toda una declaración de intenciones: «Para los que han estado ahí». 

Cruzamos el Triborough bridge, bajamos hacía Randall Island, primera parada; Psiquiatric center. Segunda parada: Schwartz Building. Tercera parada: Charles Gay Shelter y así entre la calma de la carencia hasta Lexington Street. No me bajaría del autobús hasta que cesara de nevar porque al fin y al cabo no tenía a donde ir. Aunque muchos salen, cinco o seis personas siguen.

Ya no miro, me miran con mi geografía emocional preguntándose quien soy. El mayor castigo que recibe uno de ellos lo expresa con un grito: «¡Thorazine!». Un antipsicótico con espeluznantes efectos secundarios; les obliga a ir, tras de la sustancia, hinchados y secos. Bebo de mi maravilloso vodka para poner todo en orden, otros incrustan una aguja en el brazo e impulsan con un dedo el líquido. El conductor hace un anunció: «Recojan evidencias». Sonríe, calla, suele detenerse para cumplir horario, tiempo que aprovechamos para repostar, para orinar en las paredes de una tienda en ruinas.

Asiento mi gorro de invierno, recolocó mi bufanda, busco en el iPod música soul… suena y el M35 parte, allí voy, rodeado de la dispersión. A todos los niveles se entrecruzan pasarelas, puentes. Hombres catatónicos vestidos con tallas inmensas y andrajosas, groseramente violentos. Dejo de ver fuera, ya tengo un amigo, se llama Thomas Jackson, se presenta a sí mismo como un legionario, es un afroamericano alto y quiere seguir hablando, lo ignoro. A la tercera vuelta comienza una disputa a cuchillo. «¡Joe big!», grita un blood, advirtiendo a su amigo cuidado, mientras tanto una gringa bajita folla con Thomas, sin pudor, como si estuviesen solos. El conductor pisa los frenos y me golpeó la cabeza contra la ventana, baja a los violentos y continuamos. Todas los gangsters en todas las calles trapicheando, el autobús sumamente lento patinando sobre la nieve, me estoy sonriendo. Chris, Germain, Mateja. Cuando se llaman escucho, grabo sus nombres para recordarlos. Desfilan por mi mente todas las conversaciones. A través de un espejo vigilo mis espaldas, quieren compartirlo todo. 

Entro en pánico cuando la brutalidad desnuda me asoló, me refugie en las hendiduras más profundas del deseo permaneciendo varias horas en un bioestasis… Bajé la mirada y contemplé el Río Hudson parcialmente congelado. Suben, bajan, siguen con una continuidad pasmosa, a veces vacío, a veces lleno. Thomas ha decidido apartarse, se ha dormido estirándose en los asientos de la parte trasera, ahora yace entre charcos de vómito, está demasiado débil para moverse.
Un joven se escurrió adentro y empuñó una consigna, la gringa bajita vuelve a colarse, la tal Mateja, otros con otras caras. Todo parece azul, vacío. Espero algo.  Sobrecogido por las arritmias de la necesidad todos parecen drogadictos.
Se hace de noche y perdí la cuenta de las vueltas, con dificultad logro incorporarme. Hay un intervalo, suspendido entre dos maneras, planeando sin saber cómo. Sobre el vómito de Thomas veo sangre, algunas gotas están frescas otras coaguladas, me guiña un ojo desde su posición difícil. Ya es de noche, nos informan que en menos de una hora dejaremos de circular. Todo lo concreto a los lados pasando, el último trayecto inenarrable.

Ir y venir, pasar tantas veces por los mismos puntos, las personas, los pensamientos… Ir y venir sopesando las claves de una próxima parada para romper el círculo, sintiéndome optimista, mareado, pesimista, borracho, sobrio, con nauseas, catando el fondo. 

Quería alejarme de la amenaza de un diagnóstico, de un veredicto científico. El sueño y la ciencia se cruzan. Confusamente, sentí que surgían en mi mente ideas elaboradas y aprendidas en aquella larga gimnasia de vueltas: «¿Por qué?». Me distancié repentinamente de todas las historias que veía, de los sonidos. Salí apresuradamente del autobús y caminé casi corriendo en una dirección cualquiera. Habría caminado unos metros cuando oí detrás una voz, tan suave y linda. Seis horas en la calle, perdido, buscando una estación para refugiarme, regresé a la parada, exhausto, tiritando. Entré tranquilamente al autobús; alguien comentó con el conductor el calor que dentro contrastaba con la helada, y este comentario aumentó mi bienestar ¿A dónde iríamos hoy?


© juan carlos vásquez 




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