Colapso y contemplación


Mientras leía comenzó a escuchar voces, estas le repetían lo mismo: No te gusta tu apariencia, ese rasguño nasal al emitir palabras, la idea recurrente que tienes sobre el futuro.

En la pantalla del ordenador había una línea que señalaba la forma de coincidir, cómo concretar una cita, cómo volar con dos comprimidos.

«Primero pagas y se establece un cóctel de emociones, se reúnen grupos en común. Podrán jugar, intercambiar opiniones, tener sexo». Podrán compartir experiencias, hasta que, ya cansada, la máquina de las afinidades los dejará matarse.

Ahora baja, camina, busca la dirección y hace la fila…

Muchos esperan haciendo poses mientras fuman, se observan en el reflejo de las vidrieras de las estanterías para generar un estilo. Un hombre desgarbado sonríe sin parar, otro más callado parece saberlo todo, falseando su identidad penetra en grupos con otras características para formar el caos, cuando lo detectan ya es tarde.

Adriza habla de los peligros de imitarse, de no mirar a los ojos. Una mujer voltea, es experta en relaciones, desde lejos rechifla con desparpajo al reconocer el mecanismo. Cuando era joven lo intentó, ahora observa todo con un café en la mano desde la mecedora. Ya no opina, no habla, únicamente sale por pan a mediados de la mañana y regresa.

La tregua les da tiempo para enredarse, todos los indicadores se han parado. La máquina, el guía, los padres de Adriza han muerto. Regresa a la habitación que no le gusta, que nunca le gustó, envía mensajes a otra amiga con un pasado «heroico» para preguntarle incógnitas. Envía mensajes a examantes con la esperanza de que alguno conteste. El azar lo quiso así. Las ventanas están abiertas. Durante años pensó estar allí, ahora piensa no haber reflexionado lo suficiente sobre el universo de su decisión. Vuelve a bajar, esta vez más aturdida. 

Pero la historia de Adriza ya no importa, le han marcado un número, le exigen un análisis de sangre, presupuestos y condiciones metidas en un sobre. Con sermones y displicencia un hombre de fe le exige fortaleza, la convence hasta que trata de tocarla. Adriza lo empuja, maldice, de anarco individualista pasa a atea. A los que protestaban les dieron libertad para drogarse en el parque y ya no salen del parque, desde allí emiten sus consignas de rebelión social. Forman un movimiento contracultural de supuesta expansión que se diluye entre sobredosis. 

Está en el medio, deambula por el centro comercial, no fue a la cita del grupo, no siguió las indicaciones del ordenador, perdió a sus seguidores y amigos, desde entonces ha pensado en el suicidio, mucho más delgada mira pasar el tranvía, hasta que una amiga le sugiere volver a pintar el piso y redistribuir los espacios que siempre quiso. Esta vez tendría la oportunidad de ocupar la habitación con balcón.

 Le agradece, está consciente de su profunda y enfermiza evasión. Es mejor volver al orden habitual del despiste y emocionarse con banalidades. Organiza todos los objetos que tienen tantos años enclaustrados en cajas y sale a las alturas para ver desde la comodidad de una silla la autodestrucción de todo...

 
©juan carlos vasquez
Publicado originalmente en: Revista Almiar





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