Saltar juntos

Inna traía aparejada una comprensión extra mundanal que no tenía nada en común con las mentes terrenales. Al desahogarse salió de los torvos riscos, de los espacios que separan a las nebulosas de la línea del abismo. Su rostro sombrío era hermoso y lleno de sabiduría, y sus refulgentes e intensos ojos de una rara pigmentación, eran en extremo penetrantes. Amorosa y serena; parecía estar lista para proponer algo. Mientras pensaba la

quería, mirándola, tocándola, oliéndola. Lanzaba frases de amor y le imploraba pruebas de perpetuidad.

Inna al levantarse fue al armario y estiró unas sogas en silencio para sorprenderme, y se puso manos a la obra; tomó el extremo e hizo dos curvasf ormando una especie de «S». Dejando una línea firme, larga, luego tomó el extremo superior y lo puso debajo de todo, de modo que la S apoyara encima de una línea firme y dio siete vueltas. Mientras armaba el escenario levantó la mirada y me vio a los ojos. Me pidió que después de tanto calmáramos los rencores. En el balcón, sobre la variedad de rosas que nos circundaban coincidimos en nuestra preferencia por el sueño del pintor, destacando el hermoso paisaje de múltiples montañas y pinos. Inna fue enterneciéndose mientras que sujetaba las dos sogas en la reja del balcón. 


Tenía algo en la cabeza que le daba vueltas, era un acto y para semejante acto no quería estar sola. No pasó mucho tiempo antes de que sucumbiera a su curiosidad, abriera la caja y liberara, de ese modo, todos sus deseos (desconocidos hasta entonces). Consideraba así que era el instante correcto para ahorcarse. Aunque al principio tuve dudas, racionalicé mi respuesta y acepté. El que yo accediera comprobó lo que imaginaba y estalló de alegría. Supuso que sería lo mejor para ambos, además la casa, decía, estaba bellísima para una conclusión de nudo de horca. Acercándonos metimos la cabeza y lo rodamos hasta apretarlo un poco. El aire soplaba y la cortina se deslizaba oponiéndose periódicamente entre ambos.

—¡Gracias, Inna! —le dije esperando para acatar la orden. Nos haríamos visibles a los transeúntes. Pero la consternación que todos esperarían en nuestros rostros, no existiría. 

El amor que habíamos sentido desde el primer encuentro soportaría toda aquella asfixia mecánica. Inna siempre estuvo convencida de la absoluta insignificancia de nuestros entornos. Toda las noches me preguntaba cómo sería la sensación de caer, de tan alto, y con la conciencia de ser vulnerables. Ella tenía modos de ser desconocidos, creaciones diferentes capaces de señalar lo siniestro que encarna el horror sobrenatural y pulverizarlo. Inna estaba absorta cuando describía su maravilla. Evocaba, quería que yo lo percibiera tal como ella lo hacía, me invitaba a cerrar los ojos y me sujetaba de las manos idealizándolo.



El árbol de la felicidad

Altos, curvos, extremadamente frondosos y verdes, de grandes y simétricas coronas, con formas de paraguas, mientras más los miraba más le apetecía hacerlo.

Antes de cerrar la ventana se cruzó con el reloj: las diez y cuarto de la mañana. Piensa en su destino y se imagina entubado, pálido, rodeado de enfermeras. Una mujer lo tranquiliza: no es grave. En un primer momento la excitación le impide experimentar optimismo. Prefiere levantarse, recordando lo que Inna le enseñó. Fue al armario, sacó unas sogas y las estiró en silencio, y se puso manos a la obra: tomó el extremo e hizo dos curvas formando una especie de «S». Dejando una línea firme, larga, luego tomó el extremo superior y lo puso debajo de todo, de modo que la S apoyara encima de una línea firme y dio siete vueltas. Si funcionó con Inna, con él también funcionaría. El mismo ejercicio, el mismo resultado, perfecto, estaba hecho. 

Con la soga en la mano marchó al bosque y confrontó los aromas de la fauna; salvia, la santónica, manzanilla borde, piperela, el espliego o el hipérico, vio un jabalí y un zorro, saltó un riachuelo para contemplar desde lo alto la cúpula y la campanilla de la catedral sobresaliendo entre las casas. 

Era de tarde (era otoño y había un montón de hojas rojizas), levantó la vista para ver pasar dos pájaros que iban hacia el oeste, sonrió y comenzó a estudiar cada árbol; la altura y fortaleza de sus ramas, la ubicación que los distanciaba de las carreteras o lugares habitados, «y al estar tan cerca esta vez» se enamoró de uno. Inna había preferido la ciudad, en el último instante él prefirió el campo. Ató la soga al árbol después de subirse, introdujo su cabeza y corrió el nudo apretando un poco, la fuerza la ejercería la tracción de su propio peso al quedar suspendido. En primera o tercera persona las variedades estaban condicionadas por la situación del nudo. Dudó en que quizá una corbata, manga de camisa hubiese incidido en el aspecto del surco, pero ya era tarde, todo era una variedad, también pudo haber utilizado de soporte una viga, ventana, reja, pero escogió la rama de un árbol. 

Inna desarrolló una apariencia cianótica o pálida, que terminó convirtiéndose en azul. Para imitarla él necesitaría que el lado correspondiente al nudo resultara menos comprimido, por lo cual, aunque las yugulares resultaran obturadas, pudieran quedar permeables las vertebrales. Para juntarse con Inna y cumplir con su promesa, se alzó de puntillas y salto.


Publicado originalmente en la revista madrileña Margen Cero. 

©juan carlos vasquez

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