El Hotel Thomas Jefferson, Martina, Los estudios clínicos y Nuestros primeros impulsos realmente homicidas

No me quedé en Tampa Bay, una ciudad donde tenía asegurado un trabajo, la estabilidad que todos buscan y decidí ir hasta Miami, estar un tiempo, volver a irme y volver a regresar… 

Miami, 1999

Hasta que no coloqué el dinero de la habitación sobre la mesa de la oficina no dejó de ignorarme, así era Jean Paul, manager y propietario del Thomas Jefferson: una estructura vieja y descuidada con tres pisos y cien habitaciones. 

Al regresar al hotel tenía la seguridad de que si me alejaba de algunas personas y organizaba las cosas todo iría bien. Era una nueva oportunidad para recomenzar de nuevo y no pensaba desaprovecharla. 
Aquel día me reencontré con varios amigos. Roberto y Silvia por fin vivían juntos. Fran seguía cantando en el boulevard de Alton Road en South Beach, Marco había caído en una enorme disputa consigo mismo, me enteré que se había rociado nafta en el cuerpo, pero había sido incapaz de activar el encendedor, nadie lo ayudó a recapacitar ni a tratar de salir del vacío, su carácter se hizo detestable y todos se apartaron, poco tiempo después terminó ahogado bajo el puente de la Avenida Flagler por abusar de las anfetaminas. 

El tercer piso era el lugar donde agrupar a los más jóvenes para separarlos del resto: matrimonios con niños, hombres y mujeres de fe que se turnaban para difundir la palabra. Ancianos solitarios que vivían de la ayuda estatal.

Jean Paul solía cocinar los fines de semana, en su piso muchos comíamos, luego nos sacaba a pasear por la costa de Key Biscayne para ganar nuestra confianza y luego explotarnos laboralmente. 

Tan solo unas semanas antes había llegado de la ciudad de Montevideo, Martina. Martina, era una chica alegre, excesivamente joven y hermosa, con unos cabellos negros de un ondulado perfecto. Jean Paul insistió en presentármela y nos invitó a salir, para así darme la oportunidad de conocerla más de cerca. Repetía que fuera a más, pero Martina tenía un amigo que la pretendía, un cachas con apariencia violenta que la seguía a todas partes. Aun así, aceptó la invitación. Paseamos hasta altas horas de la madrugada por la costa en el Mercedes Benz descapotable de Jean Paul y jugamos billar y platicamos mucho, yo siempre hablaba febrilmente… como si no hubiese a haber mañana. Sin empezar nada ya estaba despidiéndome y creo que lo notaba en su sonrisa. 

Aunque nos divertíamos, otros en el hotel seguían mostrando con golpes al mobiliario y discursos enrarecidos que no todo estaba bien. La chica más próxima al pasillo procedía de Candel. El novio la había traído a rehabilitación alejándola de las calles de New Jersey, pero inevitablemente había reincidido. A través de las paredes de mi habitación escuchaba como las discusiones aumentaban. Diariamente notamos el descalabro repetirse una y otra vez.
    
—¿Curarme? ¡No! —respondía, antes de hacer un comentario relacionado con el mal cálculo de la aguja en su brazo, gimoteando, profiriendo insultos.
    
Todos los días a las mismas horas las mismas palabras con las que empezaban los diálogos. Luego la chica salía a la calle y corría. Nos reíamos, para nosotros no era una tragedia, solíamos encontrarle algo de comicidad al asunto. 
Nuestros días normales eran las horas de la rutina, los momentos de ir a buscarse la vida, entonces el calor no era un componente, era un infierno para cualquier labor. 
Poco a poco comencé a tener más conexión con Martina. Pactamos conversaciones en las noches sobre ideas que estaban fijadas en nuestros delirios. Ella hablaba de muñecas y parques temáticos, de series de dibujos animados que transmitían en Cartoon Network, sus preferencias chocaban con mi raro ocultismo, sin embargo logramos interesarnos por las preferencias del otro. Así pasábamos las noches; en la calle; en mi habitación; en las escaleras de emergencia. Inventando excusas que le permitieran estar fuera. Mi día: del trabajo a mi encuentro con Martina, enlazar las cervezas de la habitación con las cervezas del bar donde trabajaba la madre. Así regresamos al hotel en algarabía, por unas calles oscuras y peligrosas, pero los exabruptos de tantas madrugadas me hicieron faltar demasiados días al trabajo y me despidieron muy a pesar de las excusas que hasta aquel momento me habían servido. Con pocas opciones, Silvia me ofreció una solución rápida y segura para ganar dinero, y lo confirmaba porque ella lo había estado haciendo. ¿Pero de qué se trataba?

Me explicó que los estudios clínicos se hacían con la finalidad de descubrir los efectos secundarios de un medicamento. Dependiendo de estos se alteraban los componentes o se suspendía su elaboración. Esta vez, según Silvia, el medicamento está elaborado con la finalidad de aumentar la serotonina y la oxitocina, para contrarrestar los niveles de ansiedad y depresión en las personas, así como actitudes de fobia social. 
Martina quiso integrarse de inmediato cuando conoció la propuesta, le pareció sencillo y eficaz. En aquel momento pasamos de la cotidianidad de nuestros actos a ser unos conejillos de India.

En el hospital había un grupo de personas esperando, nos dividieron en dos grupos, las mujeres a la izquierda, los hombres a la derecha. Uno a uno fuimos pasando a la consulta. Nos examinaron haciéndonos una extracción de sangre, nos tomaron el ritmo cardiaco, la estatura, el peso, al finalizar la evaluación regresamos a un frío salón pintado de blanco. Pasaron más de dos horas hasta que salió una enfermera a llamar a los seleccionados, casi al final pronunció nuestros nombres. Inmediatamente vi cómo la cara de Martina pasó de una alegría enérgica al miedo. Y nos desvestimos, dejamos todas las pertenencias sobre una mesa antes de la puerta. Nos pusimos una bata y entramos. 
En las habitaciones vi tres literas y un baño. Al final de otro pasillo: un salón enorme con mesas de billar, televisores y una pequeña biblioteca. Y firmé una declaración donde aceptaba por lo tanto las implicaciones del medicamento. 

A la mañana siguiente comenzó el estudio. Sentados tras un vidrio de grandes proporciones estaba una enfermera y un médico. Eran los momentos de tomar el medicamento, de hacer las extracciones de sangre. Al atardecer tenía una apariencia desmejorada por la cantidad considerable de sangre que había perdido. Por la mañana por fin comimos. La debilidad disminuyó pasadas las horas y tuvimos las fuerzas necesarias para ducharnos y llegar a la cama.
Tres días después las cosas empezaron a cambiar, un grito rompió el equilibrio. Uno de los hombres se tiró de la cama, distendió las sábanas, las recogió y salió de la habitación, luego se acurrucó en una esquina. Los impulsos y las voces internas se cruzaban. Comencé a sentirme mareado, tenía una inestabilidad muy acentuada, me costaba mantener el equilibrio. Pasé la noche en vela, mirando la ventana, sosteniéndome de una silla para impedirme correr y saltar. La dosis aumentó, esta vez no sería una píldora, serían dos. Una mujer se quejó. Tampoco había dormido, sudaba copiosamente, tenía una erupción en la piel de los brazos. Al quinto día todos coincidimos en una alucinación. Intentábamos descifrar, pero era tan fugaz que solo podríamos describirla como una luz relampagueante que nos enceguece.

La falta de movimiento nos comenzó a afectar, nos dolían las rodillas, los brazos, teníamos una sensación de descarga eléctrica, incluso en la cabeza. Todo lo que sentíamos ellos lo anotaban para hacer una evaluación. Profundizaban en cada uno de nuestros comportamientos para descomponer el medicamento y alterarlo, intensificando o disminuyendo una sustancia. 

Nos quedamos en posturas de reposo, apoyados contra la pared, muchos se inclinaban casi hasta caer. Seguí la línea de la visión hacia un espejo, asentí con la cabeza sin decir nada.
Había un Señor. Con barba gris que tenía mala cara, una mujer cepillándose el cabello. Siempre me estaba durmiendo. A Martina se le habían acentuado las ojeras, estaba sumamente debilitada, aunque intentaba reír. 

La primera semana fue la más dura, interminable, una vez finalizada volvimos al Thomas Jefferson. Metí la ropa a la lavadora, doblé algunas prendas y las guardé en los cajones, otras quedaron esparcidas sobre una cama que no usaba. Estaba frente a la pequeña cocina, moviéndome pesadamente, y al cabo de un segundo me asfixié, sentí que no había oxígeno suficiente, estaba temblando. Di algunos pasos y abrí la ventana, una bocanada de aire surgió. Me senté, estaba demasiado exhausto, cuanto más pensaba en ello más me mareaba. El fin de semana pasó entre una nefasta programación televisiva y el intento de orden de un piso parcialmente vacío.
    
Martina durmió sin parar, se levantaba intermitentemente y me llamaba. Llegado el lunes estábamos de nuevo reunidos en las adyacencias de la puerta del hospital. Antes de entrar nos hicieron una prueba toxicológica por medio de la orina. La rutina fue exacta a la de la semana anterior pero las reacciones fueron otras, mucho más variables. Estábamos muy irritados. Hubo intentos de agresión entre unos y otros. Nadie paraba quieto. Nos movíamos de lado a lado. La impaciencia se hacía insostenible. Éramos tantos que no quedaban espacios donde estar tranquilo, siempre aparecía alguien con ganas de mirar o preguntar algo. 
Me encerré en un baño, al rato salí y otra persona entró a encerrarse. Me sentía separado de mí. Una despersonalización que también experimentaban los otros. Nos interrogaban cada quince minutos y cada quince minutos les contábamos nuestras experiencias, estudiaban las muestras de sangre, seguían nuestro ritmo cardiaco. De repente, Martina se acercó y nos sentamos. Quería contarme algo que la alteraba.
    
—Me siento cansada, todo me causa una inquietud insoportable y un pequeño dolor en el pecho. Después que tomo la pastilla pienso más de lo debido: veía la televisión, pero me desentendí del programa y me centré en el techo. A mi cabeza llegó un incidente cómico. Una obra de teatro que era una prefiguración. En plena noche incorporé una plazoleta y un jardín a la escena, apreciándome a mí misma allí, sin público. 
    
Le recordé a Martina que podía abandonar. No quería seguir viéndola con ese susto en la cara, pero se negó. Quería llegar hasta el final. Sin decírselo ella descubrió en mis ojos algo que deseaba ocultar, era la ira, el desenfado, nuestras experiencias con el medicamento eran distintas.
Tres hombres y una mujer hicieron un grupo casi inseparable, y se aislaron. Todos sentían náuseas. Ya no eran dos píldoras, eran tres porque pasamos la tercera semana. Nunca supimos los miligramos ni los componentes, hasta que sorpresivamente empezamos a sentir una tranquilidad inaudita. Al asomarme por el balcón todo me inspiraba; los tejidos, los colores, lo liviano y lo pesado, el fulgor de los ángulos. La gigantesca alegoría de un trance al que empezaba a endiosar.
    
Me limité a hacer la cama, a dar un paseo. Sin darme cuenta se cumple el tiempo repitiendo un itinerario. Suspiro, veo desde la distancia a Martina con alegría. Pregunto para confirmarlo porque ya no confiaba en lo que escuchaba ni en lo que veía. Y me muestra sus brazos llenos de moretones por tantos pinchazos. 

Me regalan un antinflamatorio, nos mandan a recoger nuestras cosas, nos pagan y nos despedimos. Antes de salir firmó otro documento, aceptando que ante cualquier actitud o efecto secundario, el laboratorio, el hospital y los médicos tratantes quedarán exentos de cualquier responsabilidad.
Martina y yo, el dinero y la ciudad, estábamos listos para lo que venía, nuestras miradas de complicidad lo confirman; bares, pubs, corríamos como locos en nuestro tour descontrolado para unir un lugar y otro. Aquel día rompimos con todo. Después de fumar, la percepción de Martina se agudizó y deseaba caricias. Volvimos. La ruina del hotel no era tal esa noche, nos empeñamos en ayudarnos a subir los tres pisos y creo que despertamos a todo el mundo en el edificio con tanto reír y caernos contra las paredes.

Sea como sea, abrí la puerta y entonces tropecé con una silla, nos desplomamos sobre la cama, a oscuras, a tientas encendí algunas velas. Todos los deseos, todas las sensaciones contenidas surgieron, llegaban a su clímax y recomenzar sin freno, a jugar el juego que más nos gustaba. Estábamos pendientes de todos los placeres en una eterna provocación, pero el constante choque de la cama contra la pared del vecino nos trajo problemas, recibimos las quejas con los gritos de Jean Paul justo al amanecer. Nuestras embestidas desproporcionadas habían despertado a los niños que estaban en la habitación de al lado. 

A pesar de sus recomendaciones empezamos a estar más tiempo juntos y todo lo que hacíamos intentábamos hacerlo sin tanto escándalo. Yo le tapaba la boca con mi mano y ella me mordía los dedos. De vez en cuando nos unimos al grupo para organizar fiestas. 
En diciembre, la celebración se hizo interminable. Mientras quedara dinero quedaba diversión, y dinero quedaba. Ocasionalmente surgían actos de violencia, alguno de esos actos protagonizados por mí, hasta que aparecía Jean Paul y yo bajaba las escaleras corriendo para salir a la calle por el garaje. No volví hasta el amanecer. Cuando finalmente regresaba me acercaba a la puerta de Martina, me parecía oírla llorar, pero al verme se alegraba de que estuviese bien y me contaba lo que había sucedido. Aquellos instantes me habían hecho idealizar y forjar una imagen mítica de su presencia, me seducía la irregularidad de sus gritos, cómo se intensificaban a medida de nuestro balanceo. Mirábamos cómo el mundo se entregaba con implacable regularidad y perseverancia a la rutina. La nuestra, consistía en esperar con desesperación que anocheciera para encontrarnos en otro punto y volver al sexo. Ya no dormía, ni descansaba, nos sumergimos en nuestro interminable juego día a día.
    
Un viernes, Fran, se unió a mi afición de intimidar al amigo de Martina. Lo amenazamos, lo hacíamos corretear por el pasillo.
Las denuncias ya no provenían de los vecinos, la policía empezó a hacer acto de presencia, cuando un comprador de droga fue detenido en la calle delató al vendedor y el vendedor vivía en el Thomas Jefferson. Jean Paul se vio desbordado y empezó a atacar ante tanto desorden.
Al día siguiente entró sin autorización a las habitaciones y tiró todo lo que encontró al contenedor. Esgrimió ante nosotros las peores ofensas exigiendonos silencio. Prohibió los sonidos, las reuniones. Conspiró, inventando comentarios para crear conflictos entre uno y otro. Incrementó la renta y me llamó a su oficina. De inmediato detalle la tensión en sus orejas. 
Cuando se disgustaba su calor corporal se incrementa, humedece de sudor las ropas, toda su piel se enrojece.

Caminando, en medio del pasillo del tercer piso, vi a la chica de Candel, estaba plantando una semilla en una maceta, llamó a Jean Paul, y… Clic, fuera el seguro de la ventana y al saltar, se estrelló en el asfalto del estacionamiento. Por alguna razón quería que la viéramos.
Esa mañana el novio no estaba, y la había oído murmurar sobre su soledad, se decía: «Es que si no viene». Yo lo escuchaba todo a través de las delgadas paredes. Una vez más las mismas quejas, pero esta vez pasaron de ser una amenaza a una realidad. Jean Paul llamó una ambulancia y se sentó en una silla frente a su escritorio para interrogarme mientras unos chicos que estaban en el estacionamiento, al comprobar que no respiraba la taparon con una manta. 
    
—¿Sabes que Martina tiene diecisiete años? No lo sabías, ¿verdad? Te voy a decir que, bueno, si la madre quiere irás a la cárcel… tendrás que marcharte —gritó histérico—. No quiero problemas, tengo muchos problemas con la policía, tú no querrás tenerlos conmigo.
    
Aunque me reclamaba insistentemente no podía desentenderme de lo que estaba pasando con la chica de Candel. Se escuchaban murmullos. Tuve la impresión de que aún caía, pero ya estaba en el piso. Fue una estupidez, pero la entendí, cuando te excluyen de la vida te sientes como si te cerraran todas las puertas, a ellas se le habían cerrado todas. Las sirenas de la ambulancia se empezaron a escuchar en medio de las entrecortadas e imprecisas palabras de Jean Paul, y se levantó de prisa. Antes me exigió que pensara. Yo le prometí pensar. Pero también recordé que de irme tendría que devolverme el dinero de la fianza para comenzar en otra parte. 
Pensé en llevarme a Martina, es que ella me hacía olvidarlo todo. Sus inconexiones con la realidad eran exactas a las mías. 

A Jean Paul lo conocí en mi primer viaje a Florida. El tiempo había pasado, pero no sus esfuerzos de control. Llamando a toda hora, interviniendo en nuestras vidas sin permiso. 
La noche después de aquel encuentro regresé a mi habitación, pero ahora la llave no encajaba con la cerradura, todas mis cosas estaban adentro. Al reclamarle se niega a abrirme y me prohíbe acercarme a la puerta. Al otro día veo una fila de personas en la entrada del trastero. Hay decenas de maletas y artefactos apilados. Le pido el dinero de la fianza para marcharme, pero se niega a dármelo alegando deterioros en la infraestructura de la habitación.

Martina y su madre me miran, se acercan, caminamos en silencio. Otra noche de ir al bar para desentendernos, en que la madre vestía con traje de lentejuelas y servía más de lo que nos cobraba.

Desde el pequeño Vietnam hasta South Beach, moviéndonos en autobuses, en coches, caminando. La playa los domingos. Aprendí a sortear todos los inconvenientes para ducharme, dormir y cambiarme. Mientras tanto, Jean Paul avisó a los otros que concluiría la fiesta, la relación que él había organizado, tenía una repentina y rara actitud. Si no tenía el protagonismo no quería que nadie lo tuviera. Quería que todos nos marcháramos y lo hiciéramos en ese preciso instante, pero no teníamos a donde ir. Su estupidez empezó a convertirse en un auténtico calvario.

Con o sin problemas continuamos en nuestra rutina de las noches. Fran y Roberto se unieron. Las luces al rectángulo de las sombras y los vidrios iluminaron la madrugada de fiesta, South Beach, el mar.

Dando vueltas sonreímos. 2:00 am: Martina giraba en torno a Fran, la madre estaba en la mesa, sentada, platicando apaciblemente con algunos hombres. El open bar se extendió más de lo posible en Club Deep… De la Washington Ave; a la Ocean Drive y viceversa.
Desde lejos observé a Martina hablar con una chica… creí hacer un zoom de sus labios rojos, de sus medias negras y me fui a la barra. Todos los despropósitos estaban en la barra, el humo salía por las escenas de una maltrecha pista. 4:00 am: los había perdido a todos ante la mirada lejana de alguien que parecía molesto consigo mismo. Martina camino hasta mí y salimos, perturbados, dando saltos. 

Cuando logramos agruparnos, nos vamos en dirección a la playa y, me quito la ropa, entró al mar, floto, el ritmo de las olas me aleja de la orilla. Desde lejos, Martina grita, escucho su llamado pidiéndome encarecidamente que salga.
En la arena, Silvia aparece llorando, enmudecida, le cuesta hablar pero finalmente lo hace. Jean Paul entró en su habitación de madrugada, una vez que la muerde, la obliga a desvestirse. Silvia se defendió como pudo (agregó meneando la cabeza). Luego él se irguió desde el piso para dominarla, sin embargo ella se salió de sus brazos. El miedo le helaba la voz. Sus rodillas desnudas estaban rotas y maltrechas. Silvia se reprocha haber insistido en dormir en aquel lugar. Después que la había echado de su habitación la había invitado a su piso. Muerta de miedo, nos pide guardar el secreto.
Vi una y otra vez sus rasgos bellos, estropeados por unas lágrimas que bajaban por un maquillaje barato. Mientras tanto, hago memoria, intentó calcular la distancia entre la puerta de su piso y la pared del frente. 
    
La madre de Martina, al enterarse se sacude, me veía intuyendo algo y prefirió irse, nos dejó solos. 
Caminamos por largo rato hacía el Thomas Jefferson, le había dado todas las vueltas que probablemente Martina también le había dado. Haría con ella cualquier cosa que quisiera hacer. Al llegar saqué la llave, abrí la puerta del lobby. Martina vigiló la esquina para sacar gasolina de un coche. Sin pensarlo más tomé un cuchillo y un martillo del armario que estaba en el estacionamiento y entré. 

Golpeé con violencia, estallaron los vidrios, los cristales de la ventana, la pantalla del televisor. Los pedazos saltaron como si se tratase de una tormenta. Me erguí y hundí la filosa navaja en los muebles rompiéndolos. Su amor por la antigüedad de aquel mobiliario nos motivaba a destruirlo. Martina abrió el depósito del Mercedes y metió un mechero impregnado de gasolina.
Nos disputamos romper, quemar, con una saña inimaginable. De repente un impacto sonó y estalló también el parabrisas. Martina, empujó un mueble hasta la puerta del piso de Jean Paul, bloqueando la salida mientras gritaba improperios. Una voz procedente del interior bramó. Jean Paul se impulsó con fuerza intentando salir, pero tomé un televisor que estaba en el lobby. Atrapado entre la puerta y el sofá fue un objetivo fácil. Lo levanté lo más alto posible y lo dejé caer sobre su cráneo. Los soportes metálicos atravesaron su cabeza. Por su oreja izquierda salieron astillas de huesos desencadenando una convulsión. Lo vimos con placer en su convalecencia. Martina me abrazó, me dio un beso. Nos fuimos gritando de euforia, sintiendo que habíamos recobrado el respeto que Jean Paul nos había quitado. El trabajo estaba hecho.

Después de lo sucedido Martina se mudó al hotel que regentaba una iglesia al borde del puente de la Flagler avenue. Yo me fui lejos y regresé al borde del puente al lado de la Flagler avenue. Y me volví a ir y Martina se volvió a ir.
Veinte años después se continúa ocultando nuestra participación en aquel hecho. 

Hoy por alguna casualidad del destino hemos vuelto a coincidir en las costas del mediterráneo y al hablar, seguimos sin saber a qué atribuir aquel acto de venganza tan desproporcionado.
    
Recuerdo que había cortinas en las paredes y un adalid sobre la puerta del piso de Jean Paul. Intentó cerrarla después de abrirla al reconocer de inmediato la saña en nuestros rostros. Con los golpes, Jean Paul quedó acostado sobre el lado izquierdo, con el rostro vuelto hacia Martina.

Sentía una especie de alegría cuando recordaba aquel ruinoso y mísero hotel. En mis pensamientos quedó como el lugar de nuestro primer encuentro, de nuestros primeros pasos en la lejanía, de nuestros primeros impulsos realmente homicidas.

Ilustraciones: Juan Carlos Vásquez

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