Nueva York

  

Al verla con aquel gesto desaprobatorio hice un recuento de nuestras anécdotas, su rostro por primera vez era un modelo de inseguridad, pero no dudó en preguntarme si me atrevería a cambiar de idea. Todo surgió con una espontaneidad pasmosa; en aquellos meses el estado de la Florida se había convertido en un lugar insustituible pero ya era suficiente, mis ganas de marcharme eran más fuertes que mi sentido común. Jadeé finalmente con incredulidad, el silencio reinó por muchos días, no escapaba a un cuestionamiento interno, pero no me dejé doblegar. Mi yo del pasado nunca llegó a creerse tanto, tan raro y lejano, era el momento. Un explorador de raza, como es mi caso, debe morir explorando. Mi objetivo era el mismo, internarme en el verdadero mundo de las cosas. Al despedirme de Riina asumía el riesgo y la peligrosidad que implica una aventura de ese tipo, me dirigí a la estación, compré el boleto y me senté a esperar la hora. Tenía la opción de retractarme, pero no lo hice. Me convencí, y una vez que acepté eso, me importó un comino lo que fuera de mí. Riina me miró una última vez con ojos inexpresivos y fríos, y luego, de repente, me dirigió una de las sonrisas más sentidas que había tenido el placer de ofrecerme, sin decirme nada me estaba entendiendo.
  Por el altavoz hicieron el llamado a todos los pasajeros que se dirigían a Nueva York. Alcé la mochila y subí al autobús, busqué mi asiento y abrí parcialmente la cortina para observar por última vez aquel sitio. Después de la tristeza recobre la calma y establecí una nueva relación con mi destino. Ajuste el asiento reclinable, el reposa cabeza, quería impedir que mi espalda y cuello se resintieran como tantas otras veces. Me esperaban más de veinte horas de viaje. Las primeras paradas incluyeron: Orlando, Jacksonville, Savahna, Richmond. Finalmente me había despegado de aquella transitoriedad al tomar aquel camino. El placer de percibir comenzó a unirse al desplazamiento. Era una experiencia en toda regla. Contemplaba los paisajes naturales y urbanos que estábamos cruzando: Autovías, carreteras, caminos rurales que bordeaban pantanos, zonas desérticas, bosques. El paisaje entre ciudad y ciudad, entre pueblos y naturaleza. Bajaban y subían personas modificando abruptamente mi percepción de lugar y espacio.
     La ventana tenía tres imágenes en ángulos oblicuos que nacían de los reflejos. Me sobreponía al resplandor para divisar sollozando con indescriptible euforia. Reviví el tiempo con sus milésimas; distancia, climas, fachadas humanas. Entre Fayetteville y Raleing subieron otras personas. Me mojé los labios, absorbiendo aquel pozo de agua mágica que siempre llevaba conmigo para sobredimensionar el universo. Entrar en núcleos urbanos aumentaba el tiempo total del trayecto. Moví los brazos, piernas y cuello para evitar dolores, calambres, debido a estar tantas horas apenas sin movimiento en una misma posición. Necesitaba un rato de siesta o incluso un sueño largo, pero solo cabeceaba sin poder mantener la lucidez. 
      Pensé. Intentaba revelar las motivaciones ocultas, las expectativas y lo complicado por el ancho de las geografías. Todo era un antídoto perfecto, trazaría mi propia guía, la soledad no dejaría corromper mi idea, nadie intervendría en mi apreciación. Lo importante es la inconsciencia con la que se entraba en ese algo, el impulso. Cinco, diez, doce, dieciséis horas. En Philadelphia el cambio se acentuó con la arquitectura, los colores que nacían del clima eran otros. Algo muy diferente se suspendía. «La rotación de personas; las estaciones de servicios; de autobuses; el chocolate; la vodka; mi libro y yo». Leía parcialmente a Oliver Sack y alucinaba en mi propio escenario.
     Por la ventanilla se podía contemplar los nubarrones suspendidos aleatoriamente en el cielo, de los que emergen fuertes relámpagos. Exhausto pero contento arribe a Nueva York. Mi experiencia con Riina a lo largo y ancho de la Florida fue un pensamiento recurrente a través del camino, estaba seguro de que a pesar de su tristeza se alegraría de que todo hubiera ido bien. Lo primero que leí al cruzar el Washington bridge fue un mensaje de inmensas proporciones: «We're all gonna die», todos vamos a morir.
     Ya en Port Authority, la principal entrada para autobuses interestatales hacia Manhattan, tomé un tren hasta la 125th y Lexington street y caminé unas pocas calles hasta un hotel que me habían recomendado, más por el precio que por la calidad. Descansé, dormí con profundidad por más de diez horas. Necesitaba recobrar las fuerzas para empezar de nuevo. Comprobé la verticalidad de Nueva York, atestada de tiendas, convulsa de estructuras imponentes. Me interné en la muchedumbre y me dejé arrastrar por las masas. Caminé lento, apresuradamente; sentarse, ponerse en pie, volver a sentarse, deliberar internamente sobre mi extraña fascinación por los bancos en los parques. El rocío se suspendía en el aire en forma de pequeñas fibras de nieve inusual en aquella temporada por lo que tendría que pensar rápidamente, en un par de semanas el invierno se instalaría por más de tres meses.
  Conocí el Greenwich Village, El Soho, paseé por Bowery. De Manhattan a State Island, de State Island a Manhattan contemplando los ángulos más relevantes de la isla y sus rascacielos. Comprobé la esencia de Harlem cruzando la Lenox avenue. Di vueltas entre lo apoteósico y la barbarie del sur del Bronx. Cada día me turnaba entre un sitio y otro observando los movimientos de la gente, aquel abanico de tonalidades, rasgos y pieles que profundizaban en mi interés para finalizar siempre en el parque. Aquel banco donde me sentaba estaba ubicado a unos pasos de la 110th en el Central Park. Ese descanso era enmarcado por un túnel de enredaderas y flores. Lo consideré desde entonces mi lugar. Ese primer día saqué mi cuaderno, sobre aquellas páginas designaba cada idea y su circunstancia. Recuerdo haber encontrado allí, hurgando, el efecto subversivo que necesitaba para emerger. Me había obligado a rastrear el sentido de cada cosa al sugerir constantemente en una página y otra, un efecto de captación cada vez más profundo, aquellas ideas me motivaron.  Estaba consciente de que el círculo de la experiencia pasaría por todas las pruebas que incluirían los conflictos más inauditos y desiguales, pero mi pasión por descubrir se afectó más rápido de lo que pensaba, con el pasar de los días la vieja sugestión se volvió recurrente y continúo, el desgaste del exceso se manifestaba con un sudor extraño. Visite puerta por puerta los bares en el Village, me entregué a los sádicos efectos de los comparecientes en Bowery. Y del Bowery al Bellevue, un antiguo psiquiátrico convertido en hospital y refugio en la nocturnidad.
Finalmente volví a sentir la debilidad a la que me había conducido el caos en el pasado. Estaba muy exaltado, pero tenía que seguir ¿Qué haría? Mi impulsividad ante la tentación no era nueva, pero esta vez la atmósfera me deparaba todo lo impensable por eso duplicaba los arrebatos sin medir las consecuencias. Casi al amanecer busqué una parada, exhausto, tiritando, y entré tranquilamente al autobús.
   

Capitulo IV. Diario de Nueva York (Wards Island y la conservación de los recuerdos). Texto perteneciente al libro Invulnerables. 

Fotografía de Gerard Lázaro (en Unsplash). Public domain.


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