Mono

Octubre de 2017

Vi a través de la televisión el conflicto. Turbas enardecidas salieron a las calles de toda Cataluña a exigir su derecho a decidir y a condenar las penas de prisión de los políticos involucrados en el referéndum que terminó en una breve proclamación de independencia. Protestas pacíficas, protestas violentas, cargas policiales, heridos y destrozos al mobiliario urbano. Los medios de comunicación transmitían el caos. Aquella noche llegué a Valencia, pensando en que construyo mis narraciones a costa de mi propio esparcimiento y sufrir que en parte, creo que me ha ayudado a sobrellevar el enigma de lo que viene. 
  Existe cierta afinidad entre escribir relatos y desplazarse entre uno y otro lugar. En ambos casos se ha de llegar a alguna parte. Se me ocurrió esta idea en la estación de autobuses, después de pensar que quería un asiento al lado de la ventana.  
 
 Cuando iba a Valencia desde Ontinyent el conductor del autobús hizo una escala en Aielo de Malferit. Todo el camino a Valencia fue lo que en Valencia, recordatorios. Había leído en un viejo libro sobre «la vida» y cada vez que la pesadumbre se alojaba dentro de mí, recordaba frases de su contenido para volver a ilusionarme. Era una especie de confabulación entre la naturaleza y el cuerpo. 
    
II 

 Callados, lentos, observando con extrañeza, así encontré a muchos de los que conocía en Barcelona: totalmente abatidos. Desde el primer instante pensé en revolucionar el ambiente, pero de la nada aparecieron argelinos, marroquíes, gitanos, y de pronto apareció la policía en otra plaza. Y en esa plaza divisé paredes ruinosas pintadas con graffitis, una mesa llena de comida y botellas de licor. Mi ida y retorno a Barcelona hicieron célebre una cita: «Locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes».
 Caminé al amanecer reflexionando por todo lo sucedido, quise retractarme, pero mis ganas de divertirme eran más fuertes que mis consideraciones sobre la salud. 

 «Concéntrate», me dije. Hay millones de personas en el mundo y sigues frecuentando el mismo barrio. 

Empecé a sentir algo extraño: yo trotaba y jadeaba detrás de mí, me perseguía. Las ramas crujían y se partían bajo nuestros pies, los árboles nos azotaban con murmullos, siseos y chasquidos. Me alcancé a mí mismo —el de adelante era más lento y no podía poner distancia entre los dos— cuando llegamos a un vértice habían plantado una extraña estructura por donde veía pasar figuras que desaparecen inmediatamente después de salir. Comencé a sentir miedo y a replantearme ciertas conductas. Busqué cobijo una vez más en el hostal de Josip Vukčević, analizaba qué hacer, ya no era igual, ya no era lo mismo. Roí también me lo había advertido meses atrás, ahora tenía otras cosas que hacer y no podría verme. Me acosté y comencé a ver la cama superior de la litera y pensé que tenía deudas pendientes con alguien que en cualquier momento vendría a cobrarlas. Tomé un cuchillo y lo puse abajo de la almohada. A Vukčević le aterró verme así y me dio una pastilla para dormir después de una larga recomendación que acogí con respeto. Descanse profundamente y soñé que me estaba follando a Nicole Kidman en una caravana que estaba frente al Centro Espacial Kennedy, en Cabo Cañaveral. Solté una risa fuerte y grata, pero el dolor y la irritabilidad de los pies, producto de tanto caminar, me retrotrajo a la realidad. Las ampollas, las heridas sangrantes ya casi me imposibilitaba caminar. En aquellos días de recuperación los recordatorios eran recurrentes. Para subsanar los sobresaltos me obligué a comer resistiendo las arcadas constantes producto del mal sabor de la comida. Otra vez los pies hechos un desastre, otra vez la falta de apetito, el despilfarro. No había aprendido nada.

III
    
Sudaba a borbotones con la mirada fija en la primera escalera mecánica que vi y con cuidado me posé sobre un escalón. Al bajar sentí como si aquel descenso no fuese a terminar jamás, como si estuviera condenado a ir hacia abajo todo el tiempo hasta el fin de mis días. Era tan profundo que no tendría muchas posibilidades de volver a salir jamás, pero finalmente llegué al fondo, di la vuelta y subí por la escalera que estaba al otro costado. De nuevo afuera caminé en línea recta y el sonido de los pasos de la muchedumbre comenzaron a atormentarme, experimentaba una nueva y extraña hipersensibilidad auditiva: la fricción de los zapatos, las voces, el murmullo de los grupos, las palabras que salían de los altavoces de la guardia urbana para disolver una manifestación de Greenpeace. Paré en seco y me senté en el bordillo de una acera bajo la neutralidad más absoluta. Inhalé el monóxido de carbono y abrí la caja mágica que había comprado en la tienda, una burda imitación de Cabernet Sauvignon. 

Aquellos tragos rescataron la historia del Bar Marsella; Absentas y pérdidas de memoria.

Y una voz surgió de la nada, «deja que te hable. Vengo a explicarte, me toca a mí». ¡No! No quería escuchar esa voz, oírla era un mal presagio. 
 
De: Al fin la calle.  Texto perteneciente a Invulnerables.

Fotografía de Goashape (en Unsplash). Public domain.


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