Inflexión en terapia intensiva

Fue en la calle, al mirarse en el mismo espejo de un compañero cuando surgió la interrogante: ¿Para qué hacerse más preguntas? Sin pensarlo esta vez corrió apresuradamente hacia la multitud donde fanatizaba con su discurso el déspota para vengarse con sus propias manos, pero un militar desenfundó su arma y disparó, demasiado tarde para demostraciones de valentía, finalmente su esfuerzo torpe y desorganizado tampoco había servido de nada.
Lo llevaron rápidamente al servicio de urgencia. Él describe los síntomas de dolor por el impacto esperanzándose en no haber sido alcanzado en un órgano vital. Detienen la hemorragia, le toman la tensión, buscan sustancias psicotrópicas en las extracciones de sangre: informes psiquiátricos en su historial médico, pero no encuentra nada que resulte perjudicial para poner en tela de juicio su salud mental. Ningún reporte lo asocia al peligro, no tiene antecedentes penales.
Tumbado en la camilla trata de explicarse lo sucedido hasta que comprueba que tiene problemas para articular palabras. Y se pliega a una extraña sensación de alejamiento que no lo deja medir sus opciones. Inspira cuando deja de sentir sus latidos, pero casi al dormirse una arritmia desajusta toda la paz que empezaba a sentir. 
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La habitación está llena de hombres de uniforme, hay una prevención inaudita, de repente logra superarse y describe los ataques de angustia. La familia le pide calma, los amigos, abstraerse para que su ritmo cardíaco vuelva a establecerse, quieren y así se lo hacen saber, «rogándole» dejar al tiempo hacer su trabajo para volver a la paz. Sin embargo, los muertos rondan en su cabeza reprochándole el desacierto.
Alterna rabia y autocontrol, quiere calmarse para complacer a sus allegados, suponer lo que ellos, que en su acercamiento el militar se desbordó por el pánico.
«No, no está involucrado», insiste para justificar el lado bueno de las cosas. Le perdona, también perdona a sus compañeros francotiradores por haber matado a sus amigos. No son asesinos, son emisarios de los asesinos. 
Descartan represalias al certificar su actitud, le examinan las pupilas, está más tranquilo. Entiende los males de los otros cuando lo introducen dentro de la máquina radiológica, memoriza el mundo, le preguntan por sus afiliaciones políticas y miente para salvarse… Vuelve a disculparse cuando eran otros quienes tenían que disculparse con él. Lo sacan en la televisión para que distorsione el acto y le dan dinero, firman el alta para que se vaya. Ya nadie protesta ni dice nada; las revueltas han parado, todas las conversaciones están recortadas. Se levanta y se va; a partir de ese momento, es otra persona, va en otra dirección, duerme, despierta, responde anónimamente al proceso con incredulidad y repugnancia. Se transforma negándose a comentar sus pensamientos.
Ya no hará un esfuerzo por ver y hacer ver lo que es, se empeñará en no salirse de la introspección solitaria en la que los hombres no son considerados de otra forma que encerrados en sí mismos. Dice en ese momento… que realmente necesita de aquellos que creen saber lo que él necesita, que se callen la boca, está cansado, ya no estará disponible, se quedará en el otro extremo esperando un resultado, cuando este resultado llegue él ya no estará allí. La muerte es un reflejo lúgubre para aquellos que ya están muertos, pero él vive sin el orgullo que dejan los desaparecidos.
En el laboratorio de la destrucción, el triunfo personal no genera admiración, sino envidia. Al nihilismo instituido, aún le quedan elementos por destruir, pocos, pero están siendo investigados. Se ha sumido lo suficiente en la desesperanza para quebrantarse; año tras año, se repite el mismo mecanismo de estupidez, donde el victimario escapa o se entrega para ser ejecutado.
  
Texto: © juan carlos vásquez.
Imagen: Daido Moriyama.


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