Hotel Warfield - San Francisco 2008
Nunca había faltado a las celebraciones navideñas de la Bahía, pero aquel veinticuatro de diciembre de dos mil ocho me quedé en casa, si a eso se le podía llamar casa. Las primeras horas las pasé recostado, con los ojos centrados en el techo, ocasionalmente me levantaba y me asomaba a la ventana, luego volvía a tenderme inspeccionando algunos libros que no me llamaban la más mínima atención. En la distancia escuchaba la algarabía, los gritos, las ambulancias, un sin fin de sonidos que se mezclaban entre si.
Pensé en salir, hice un recuento de anécdotas divertidas luego las descalificaba. Me empezaba a desesperar tanta confusión. Preferí ponerme a organizar el piso, depuré con esencias aromáticas el aire contaminado para descorchar el vino.
Nadie vendría, yo no iría a ningún lugar. Celebré por el vacío que me inundaba y volví a tenderme, a pararme, a observar por la ventana, a tomar vino. Me acerqué al teléfono indagando en mis números alguien atractivo para platicar, luchaba por saberme cierto pero me diluía, fue cuando vi un encendedor sobre la mesilla de noche.
Jamás lo había pensado, aquella noche lo pensé. El rugir en la madera, la gente corriendo, saltando por las ventanas, calcinándose, ¿pero por qué había imaginado aquello? Recapacite tratando de distraerme, no, no lo haría, no quemaría el edificio, no atentaría contra otras personas.
Resistí el impulso alejando los malos pensamientos.
Estaba entre cuatro paredes mal pintadas agrietadas y húmedas, cerca de una calefacción que destilaba tantas gotas de aguas que humedecen la alfombra hasta inundar el piso.
La calefacción rota, inservible sus manillas, colapsaron de tanto abrir y cerrar, una y otra vez intenté buscar una solución para reparar el problema sin obtener respuesta. ¿Saldría? sí, no... Otra vez llegaba al mismo punto: antes de salir y confrontar la demencial Taylor street preferí resistir los avatares de la sofocación. Ya la ciudad hermosa se empezó a convertir en un infierno. Ver el Golden Gate Bridge, el histórico tranvía me causaba hastío. Escuchar a los turistas entre sonrisas: una desorientación mental...
Del oficio a la biblioteca, de la biblioteca a abastecerme de cerveza mientras peleo con Claudia, en la mañana los antiácidos. Ya he hurgado cada rincón de la ciudad, espero un milagro que me regrese lo atractivo. Como si estuviese sobre correas giratorias regresando a una tarea sin sentido. Como si todo se hubiese confabulado para retenerme.
¿Es la hora? tengo que ir a donde tengo que ir. Apretar todo dentro de la maleta y el resto del líquido tomarlo al transcurso del camino. ¿Debo despedirme? ¿Es o no es el momento? Me duele hacerlo, me duele no hacerlo.
El próximo autobús sale a las seis, los aviones vuelan sobre mi cabeza indicándome el camino, tengo el dinero, la maleta hecha… el viaje dentro de una hora, de dos, de tres. Mañana sí es posible. Una vez más me convenzo de un retraso antes de confirmar mi llegada con un mensaje.
Para el camino tengo que seleccionar la mejor música, un libro ¿Cuál? No debo ir como suelo ir, sin dormir, necesito pastillas para las dolencias gástricas.
Creo poder escribir algo y no escribo nada, ese pensamiento repetido me causa náusea. Por primera vez en los últimos meses entiendo el conflicto y rompo las cadenas con un gesto simbólico. Desde afuera llegan susurros de fondo con múltiples voces, al otro lado de la calle siempre hay fiesta. Finalmente consigo apagar el ordenador y me tomo el penúltimo sorbo.
Mi trabajo, como muchos en esa ciudad, fue un sub-empleo. Conozco la ciudad casa por casa. El negocio entre la Haight Ashbury y Fillmore Street es del medio. Veo: una Rumana elevando pelotas, orinando tras de un remolque, es la misma mujer que hace de marabalista todos los domingos en el Golden Gate Park. Sonríe al verme, sabe que siempre asisto.
Y el Punk music, los colores de un adolescente con el que ganó un premio estatal en un nuevo mural. El rostro de un niño casi celestial que entra de extraña forma a una casa. Los que ven tiendas luciendo sus extravagancias mientras flotan.
Recuerdos vienen y van. Una luz que se mezcla secuencialmente por un instante y me desconecto de mi acción. Para mí sería suficiente captar todo aquello, así, como era en ese momento, porque sé, que la vida verdadera es la que está en esos instantes.
Pasado, presente y futuro se confunden, se disputan el protagonismo.
Abro la maleta, busco en los bolsillos interiores desdoblándolos, descubro un papel, es una carta que he leído cientos de veces. Junto a la carta una foto que es la imagen de una chica del pasado y una tarjeta que es una oración para los viajeros. Abro la posibilidad de recobrar alguna historia, sin embargo, también desisto, me levanto, golpeo la pared, meto todo a la maleta, vuelvo a la ventana y comprendo que es el momento. Tomo el equipaje y doy unos pasos, si cruzó la línea de la puerta lo habré hecho, pasan unos segundos, inconscientemente me observo a través de un espejo, fuera, en el pasillo, al borde de la escalera…
San Francisco, CA. 2008. Antesala del viaje a Nueva York
Fotografía de Landry Gapangwa (en Unsplash). Public domain.
© Juan Carlos Vásquez
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