The game is over | (Ward's island)

Nos agrupamos y nos desagrupamos mientras  los drogadictos de Wards Island se ponían de acuerdo para no protestar, pero la respuesta siempre era la misma; arrestos, traslados. Perder la cama en la noche sabiendo perfectamente que podrían pasar días durmiendo en un sucio salón de espera. 
Alexandre intensificó el consumo de todo lo que llegase a sus manos. Se justificaba al recordarnos su diagnóstico de VIH. Cada día perdía peso. Laia y Katalen, regresaron al Polígono a prostituirse. Said, fue ingresado en un tratamiento de desintoxicación después de experimentar una sobredosis. Y me juró, que una vez curado, regresaría a Eslovenia para recuperar a su mujer y a sus hijos.

Esa noche habían visto bajar del tren a Rafael con su guitarra, estaba alegre porque había sido un buen día. Lo acompañaba dos mujeres, con vestidos de seda negra ceñidos al cuerpo, cansadas, con la incomodidad de tener que transportar una pequeña arpa y un tambor. Rafael también estaba flaco como el palo de una escoba, con el pelo largo y los ojos maquillados. No entendí, pero no pregunté. 
Parado cerca del andén, tomando vodka, tejiendo algo para no perder el tiempo y rodeados de algunos estudiantes universitarios estaba Milton.
Durante meses estuvimos encerrados en el refugio, soportando la inclemencia del invierno que extremó sus bajas hasta veinte grados bajo cero. Fuera, kilos de hielo se estrellaban haciendo un ruido apocalíptico... Siempre nos turnamos para ir por provisiones a Manhattan. Si no venía el autobús caminábamos a lo largo de la vía, luego bordeamos el Triborough Bridge, y lo atravesamos. Comprar y regresar a toda prisa para evitar la hipotermia.
Nos parecía que el sol jamás iba a aparecer, que nunca acabaría de llegar a la normalidad. De camino nos cruzámos con Rima, que llorando nos informó que tenía muchos días sin ver a Alexandre.  
A la par de su agonía, todos fueron desapareciendo; a Laia y Katalen las detuvieron después de robar con violencia a un anciano. Rafael consiguió una pequeña habitación en el Bronx. Said finalmente recibió el boleto de avión que le enviaron desde Eslovenia.
Con Rima la situación era otra, estaba seguro de que Alexandre había hecho un grupo en alguna parte, seguro de que Rima ya andaba con alguien. En las drogas y el alcohol no hay treguas sexuales.
En aquel instante me sentía bien, extrañamente bien, el vodka que habíamos comprado ya había hecho su efecto y conservaba mi temperatura.
Me dediqué a dar vueltas por el refugio y me pulía en psicotrópicos y alcoholes de todo tipo. 
Pensé, y no me pregunté por qué, en San Francisco... en Barcelona.  Era un sueño, después de tocar el Pacífico, y más allá de América. Una última frontera antes del océano, partir al sur de Europa. Le dije a Rima ven nos vamos de viaje, de vacaciones, tú y yo, para pasar un poco de tiempo juntos antes de que te mates. Porque ella aunque no lo decía siempre había querido matarse. A ella no le gustaba San Francisco, no la atraía especialmente, decía: «Harías bien en guardarte la pasta para ir a Europa». Ya verás, te gustará —y continuaba —; gracias por la invitación, pero ya no me atrae viajar. Me ha trastornado hasta el punto de hallarme en un tren raro, que no para. 
Supuse que el tren era su vida. Ella trataba de estar en Nueva York sin conseguirlo. 
Finalmente me quedé solo. Entre muchos, pero solo. Era una constante el que se fueran y al cabo de un lapso regresaran, y cuando alguno volvía, era una celebración. Nos sentábamos a las orillas del Río Harlem y mirábamos las luces de Manhattan, sin decir nada, sin ni siquiera tocarnos, y yo pensaba que estaba en la gloria, ante millones de historias de las que quería formar parte. Al otro lado estaba el epicentro del mundo. La América, de Ligotti, de Ambrose Bierce.
Cuántas veces lo repetimos, pero esta vez algo me decía que no sería igual. Los traslados volvieron a intensificarse, las muertes, las reclusiones, los estados alterados. Aquellos meses fueron los más largos, perdí el habla, experimenté una sensación de inexistencia hasta que llegó la primavera. 
La actividad es diferente, tal vez, el aspecto «diabólico» cesa. No quería seguir dando la vuelta en la rueda. Si «salir» significa romper con todo seguiría insistiendo. El diablo es nuestra propia locura, si bebemos, si nos drogamos entre profundos sollozos —o bien si nos domina una actitud nerviosa— no podremos dejar de percibir, vincularla al placer de la autodestrucción. La obsesión de la muerte (de la muerte en un sentido trágico y a la vez romántico, aunque a fin de cuentas, risible). 

Estuve llorando toda la noche y parte de la mañana. El sol matinal era una llamarada color naranja que brotaba de las pipas de los yonquis de turno. ¡Buenos días! Los buenos días… La lluvia, los colores, los árboles empezaban a llenarse de hojas, las flores a abrir. Para disimular mi intención bromeaba más que antes, ya no difundía mis planes porque cada vez que lo hacía todos se encargaban de arruinarlos. Experimenté las convulsiones de la abstinencia, los más altos grados de paranoia para poder llevar a cabo algunas labores, normalmente hacía pausas para secarme el sudor, beber agua o tomarme alguna cerveza. Solo así podía controlar el temblor del cuerpo. Cuántos intentos de escape que terminaron en fracaso, continuaría insistiendo. Otra vez de Wards Island a aquellos trabajos ocasionales y a la biblioteca. Logré una rutina exacta, hasta que pude ahorrar de nuevo lo suficiente para marcharme. Ya lo tenía claro, después de evaluarlo, San Francisco, era el destino. 
Me embargó el miedo y la nostalgia. 
La cara se me desdibujó en un tembloroso espasmo. Mis ojos trazaron breves caídas y círculos siguiendo la luz de un helicóptero que sobrevolaba la isla.
Con un movimiento lento y anhelante, entendí que era el momento.
 Ahora sí, era yo: el que no temía a las marchas. Más fuerte que las negaciones y los vicios. Un despreocupado o un niño. 

El primer metro pasó como una exhalación, el segundo se paró y me condujo hasta Porth authority. En el East Side de hacía cinco minutos, rayas y flechas de colores como bengalas lanzadas al cielo nocturno de Wards Island. Imaginaba otra vez la voz de Anastasia; la red de traiciones que tuve que penetrar y disolver, un mundo enloquecido del que acababa de salir, que no era más que un infierno público. 
Así que, al cruzar la calle de camino a la terminal estaba enardecido.



Texto pertenecientes a Ward's island y la conservación de los recuerdos. Juguetes rotos

Publicado en la Revista Masticadores (comunidad de escritores) - Cataluña. 


Fotografía: Charles Smith, sobre el puente peatonal de la calle 103 que cruza el río Harlem entre la isla de Manhattan y la isla de Wards Island, por Juan Carlos Vásquez.

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