Matar a Martín

Otoño, Nueva York 2002


«Los que hablan no tienen secretos. Y todos hablamos. Nos traicionamos, exhibimos nuestro corazón; verdugo de lo indecible, cada uno se encarniza en destruir todos los misterios, comenzando por los suyos». 

Cioran.


    —¡Mira la pistola! Es muy bonita, brilla, la he tocado —. Ana estaba impactada. Yo era el único que no podía comportarme como antes después de aquello.

    Una representación mental de sonidos, imágenes, pensamientos, sensaciones de miedo, generalmente de forma involuntaria y repetida que me son imposibles de entender con propiedad. Un incidente que una y otra vez paso durante mi despedida me empujó a escribir esto. Había  aprendido hacía tiempo a situar mis relaciones con las personas, había interactuado

por laberintos de todo tipo, pero aquel día fue distinto, inconscientemente había caído en la trampa. Muchas de las más cruentas situaciones suceden cuando te vas. No sé qué lleva a fraguar toda esa componenda de obstáculos. Antes me consideraba el causante, pero ahora veo que salir de círculos y espacios causan graves rupturas tanto en las personas atrapadas como en el resto de la comunidad que lo habita. Después de cinco años decidí partir. Nueva York comenzaba a exasperarme por la crueldad de sus estaciones. Algunos me pedían recapacitar, otros me aconsejaban que lo pusiera en la balanza, las nuevas apuestas siempre eran difíciles y complejas pero ya estaba decidido. 

    Martín rara vez abría la boca, pero un día se acercó con una excusa, y desde entonces no hubo forma de apartarlo del grupo. Cocinaba, definía la decoración de los espacios y presumía de ello. No muchos le prestaban atención, aunque él se desvivía por repetirlo. Martín tenía un carácter completamente nuevo para mí. Para algunos era un loco para otros un superdotado. Aquel día, mientras preparaba la maleta, lo observé, estaba impaciente, vociferaba descalificaciones con agresividad rodeándome una y otra vez. Sin saberlo me estaba haciendo presa de sus provocaciones. 

    Ana me había escrito una carta. John, me dio un amuleto, mientras el resto del grupo  bromeaba en el salón, pero él, todo lo miraba con saña, no me quitaba los ojos de encima. Las líneas de Ana me entristecieron, hasta aquel momento no había entendido todo lo que significaba. Sentí pena por mis amigos, muchos estaban débiles de salud y no sabía si podrían aguantar un invierno más en tales circunstancias.

 Nos sentamos a la mesa; los corchos de las botellas saltaban continuamente, los vasos burbujeaban. Nos levantamos de la mesa ya entrada la noche. En el momento en que cada uno buscaba sus cosas, Martin, me tomó del brazo y me detuvo cuando me disponía a salir.

    En medio de aquel momento tan grato, Martín inesperadamente empezó a sujetarme por el cuello en medio de un juego mitad mentira mitad verdad, no entendía. Le resté importancia a sus acciones, relegado por todos se sentó a distancia. Llevado por el disparate, las provocaciones fueron en aumento y comencé a sentir un inusual sentimiento de angustia y miedo.

    Ana me pidió calma, insistía en que debía tener otros amigos. A mí me bastaba con los que tenía, pero decidí complacerla y cedí ante una propuesta que ya había escuchado tantas veces. Aquella noche era una alegría llena de nostalgia. Ana me daba las gracias por haber estado y yo le decía que no tenía que hacerlo. Martín frente al televisor se desconectaba, lo contemplé de reojo con la mirada fija y sonrió. Todos rumoreaban que sus problemas no tenían relación conmigo, pero la mayoría del tiempo por casualidad, por mala suerte o por lo que fuese estaba a mi lado. 

   Según algunos estaba convicto de un juicio, pensaba más de la cuenta, se enloquecía sacando conclusiones, juzgaba sin detenerse. ¿Por qué me miraba y sonreía? Más de una vez me lo pregunté evaluando cada uno de sus movimientos y no conseguía respuestas. Traté de recordar, pero por más vueltas que le daba a la cabeza no conseguía nada. Quizá hubo instantes en que no valoré la consecuencia de mis actos, otros en que no los recordaba.

    Hice un recuento: Con Martín en la fiesta de cumpleaños de Ana, ese día también se mostró frío y reservado, pero bailó; con Martín en el Bar hasta altas horas de la madrugada, esa vez durmió en casa y se fue temprano. 

    Puede que no le diera importancia a algo que lo tenía —me insistí—. Puse a un lado todo y medité sobre la pistola que tiempo atrás había visto en sus manos. Sucedía algo en lo que yo no tenía incidencia alguna, pero de lo que formaba parte. No sabía si había hecho lo correcto al ignorarlo. Creía que el tiempo calmaría sus impulsos por eso siempre dejaba que pasaran las horas intentando una vez más no caer en angustias innecesarias.

    Después de algunas horas cogí mi maleta y salí lo más rápido que pude, pero Ana me detuvo a mitad del camino y miré a un lado, allí estaba su bolso sobre una silla. Y Martín recostado en un sofá. Su mirada era maléfica, llena de envidia, odio y recelo. Suave levantó una de sus cejas y escudriñó sobre mí completamente con enfado, no sé de qué me hacía culpable pero ya no estaba dispuesto a tolerarlo. Lo notó y se levantó para enfrentarme. Comencé a respaldar mi decisión cerrando los puños, sin dudarlo se puso a mi frente y me retó, entonces lo empujé bruscamente y cayó sobre el suelo. A Martín había tenido la ingenuidad de otorgarle el beneficio de la duda, pero él no había tenido el ingenio de percibirlo. Perdí el temor de defenderme, si tenía que avergonzarle delante de todos lo haría. Esperaría su reacción y perdería el que tuviese que perder.

    No se porque lo hice pero lo hice. Corrí hasta su bolsa, saque la pistola y lo apunté. Estaba tan seguro. Desviaría la norma por primera vez en mi vida. Mientras le apuntaba caracterizaba el acto. Ana solo repetía que si lo hacía tenía que hacerlo bien, quería evitar a toda costa el sonido del disparo y la alarma de los vecinos, ¿cómo dispararle sin hacer ruido? Ella alzo los hombros y se quedó muda.

    Pulsé levemente mi dedo sobre el gatillo, pero no lo suficiente para accionar el arma… Con fortaleza hundí el cañón sobre su garganta empujándolo hasta asfixiarlo un poco. Ya no aceptaría que impedimentos morales o normativos en las leyes me detuvieran, lo mataría. Asocié mi mala suerte a este tipo de personas. Transgredí toda vulnerabilidad. Por primera vez tenía el control, de victimario pase a verdugo. Me exalté como nunca me había exaltado. Me regocijé al verlo sufrir. Poco a poco aumentaba la presión. Mi placer psíquico llegó a niveles inigualables. Imaginé la herida, los sonidos de los disparos, su yugular abierta y rota. Él al que todos temían, ahora era mi presa, no la dejaría escapar. Inclinado por un juicio dictaminé su fin. «Cómo aquel hombre estaba entre gente serena, simpática y feliz».

   Me debatí entre el instinto y la razón cada vez que miraba la pistola sobre su cuello; sin embargo, no desistía de retarme con un gesto desafiante y de burla. Su irreverencia me agredió y cuando intento zafarse disparé, la bala se incrustó en uno de sus hombros. Una vez herido establecí el pulso para apuntar a su frente, pero desistí. Su sombría palidez, sus ojos resplandecientes. Mi curiosidad se hallaba sumamente excitada, no podía seguir confiando en la seguridad de mi mano.

 La sangre empezó a brotar y mancho la alfombra… un destello se posó en forma de resplandor desarmando aquel cubículo negro donde estaba inmerso. La relación casi imperceptible de un acto se desmembró de inmediato. Sentí un mareo, estaba nervioso. En aquel instante estuve consciente de lo que hubiese supuesto cruzar la línea entre la razón y la ira. Salí, lo más rápido posible, caminé detallando con firmeza todo lo que me rodeaba; las enormes estructuras herrumbrosas de la ciudad, escenas que parecían dos tiempos, una más salvaje que otra. 

    Desde lejos escuché gritos y llantos, pero también una sonrisa. Mientras más me alejaba más sentía que me estaba saliendo de una crisis aguda, «de un nuevo y extraño deseo de matar». Estaba tan sobresaltado después de racionalizar mis acciones: Ana me llamó, Ana corrió tras de mí. No la atendí, puse más distancia de por medio. Ya no quería respuestas. Sólo intentaba opacar la chocante idea de un infierno.

   

Copyright © 2015 Juan Carlos Vásquez.







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