Nueva York, 2003
Voy a contarles una historia muy peculiar y contradictoria, la realidad de mi vida en aquel sentimiento generalizado que todos repudian. Mi nombre es Fausto Ramandino, tengo setenta y tres años. Ahora sentado sobre un puente rememoro, con nostalgia, tantos episodios de mi vida. Me doy cuenta de que en mi caso se comprueba el destino, pero aún y con mi experiencia, no sé si me salvaré de la sentencia que se personifica en esos momentos.
Siempre llegan a mí, después de la botella de turno. Preparo la mesa, siempre dos copas, aunque
esté solo. Es el mecanismo, junto a la música y un traje. Eso sí, tengo que estar presentable todo el tiempo, todo lo que guardo a mi favor es la fe. Espero no herir ningún sentimiento. La opinión de la sociedad sobre el compulsivo consumo del alcohol es solo mi convicción y mi circunstancia, causa celestial desplegada en una copa, a veces recuerdos aislados, traslados maravillosos con la melodía, entre otras de las virtudes que concede.Las mujeres casi siempre temen a esta clase de bebedores, pero en realidad son estos los únicos capaces de concederles sus sueños, y es que recuerdo, sí, recuerdo tanto. Una noche decembrina, cuando caminaba tratando de internarme en otra cosa que no fuera ese domingo, tropecé con una mujer.
Estaba metido en un traje, tan flaco y despeinado que ella se impresionó e hizo una señal con disimulo para que me peinara, pero no le presté atención a aquello. Mis razones más perentorias de amor se hacían presentes cada vez que me internaba en su aspecto. Toda mi atención estaba en sus pecas, pocas, circunferentes, acentuadas y esparcidas por su rostro blanco.
El cabello total resaltaba, sus ojos grisáceos sobre unos labios carmesí que me provocaban morderlos a primera vista. Había cierta inocencia que entendía que tenía que ser el arma más peligrosa. Pero como me gustaba el peligro y las consecuencias de todos mis riesgos, dejé que la seducción silenciosa me arrastrara cada vez más hasta semejar a ese hombre rendido a sus pies.
Como me gustaba la poesía, le declamé algunos poemas, estaba oscuro, era de madrugada. En un principio trató de evadirme caminando entre las personas hasta que inexplicablemente se detuvo. Le parecí extraño pero agradable, justificó su marcha mostrándome el reloj. Pasaron los días, nos encontramos una y otra vez en el mismo sitio.
Compartimos nuestra predilección por la música, por la literatura y el viaje. Me alegré al saber que no solo yo tenía esos raros mecanismos de escritura, ella también daba vueltas alrededor de la casa, se sentaba, se levantaba, se sentaba, bebía café, y rompía muchas veces las hojas. Con el tiempo me aceptó, me aceptó como yo quería, sería algo más en su vida. Y comenzó a apartar todo lo que nos separaba sin importarle las consecuencias.
Nos casamos, fue una transición corta pero llena de magia. Hicimos todas las locuras, practicamos lo impracticable, a ella le encantaba la novedad, el ingenio en lo oculto.
Medité las consecuencias del hallazgo y no pude convencerme a mí mismo de tenerla, al observarla desnuda, hermosa, a mi lado. Fue la hora y el instante perfecto, y aunque la neblina y el alcohol de la noche me perturbaban un poco, estuve tan decidido y seguro que tenía la certeza de que resultaría.
Los primeros años fueron majestuosos, tuvimos dos hijos. Viajábamos cada seis meses, cada año era innovar, si no lo hacía ella, lo hacía yo, hasta que un día travieso, tragicómico, me reclamó, osó desafiante alejarme de mi pasión. Era el momento en que saciaba mi sed espiritual. Momento en que nadie puede intervenir y ella trató de hacerlo.
Y es que sí, cierto, tenía tendencia al alcoholismo, bebía en el trabajo, en la cama, en los viajes, pero él siempre había sido mi amigo inseparable. Él me ayudó a escribir dos libros que ganaron el reconocimiento de todo el mundo. La pluma no se deslizaba, no derramaba ningún pensamiento sin esos sorbos que ella decía «desmedidos». En noches de convulsiones conscientes mi cuerpo físico se alienaba sin dificultad al astral, y un juego de descripciones se vertía siempre haciendo esbozos de cuándo me encontraba.
Reflexionando le expliqué, le dije que en nuestro primer encuentro estaba ebrio. Sin el alcohol en mis venas no le hubiese podido decir mis frases, tocarla de la forma en que la tocaba y hacerla enloquecer como lo hacía.
Me posesionaba una timidez que liberaba de a poco en los sorbos continuos, pero se fue y no me entendió. Quería ponerme en una prueba extraña, siempre rogando que me buscara otras razones y me mostró su arma. Un video en el que era el protagonista: yo, tambaleante tratando de besar a una desconocida en la calle; durmiendo en una alcantarilla llena de botellas; pateando un perro y asfixiándolo.
Sentí una terrible humillación; yo que ese día había salido de traje y corbata me vi casi desnudo y descalzo. Sin embargo, sus argumentos no me intimidaron y preferí alejarme sin decir nada.
Quedé solo, viciado por el piano y en la copa de vino recordé melodías de Ravel. Mis manos se convirtieron en prodigio, fue un extenso preludio hasta el amanecer. Nadie sabe cómo sucede, pero sucede, y lo hago solo, sin tambalearme, sin adoptar personalidades agresivas.
Aunque tengo que admitir que me levantaba mal, que mi cuerpo degeneraba y que los dolores me hacían pasar el día buscando un baño.
La demora estaba cercenada por miles de miradas que desde el cielo creía ver. Personas en los costados que no eran más que la etapa de alucinación severa, una nada como burbuja alrededor de la boca y esa extraña apetencia por los dulces en las tardes. Reconocí de mi esposa la mujer más escultural, fanática de lo imprevisto, buena madre y buena amante entre otras de sus tantas virtudes.
El día a día se estropeaba al atardecer, perdía el control de mis movimientos y ponía mi peso del lado vulnerable al equilibrio para caminar. Mis hijos siempre me encontraban justo y cuando apoyándome con un nuevo bastón, sonreía a los espejos al ver mi horrible rostro, con esas náuseas sangrantes, nada que me sorprendiera.
Mi sentido del humor, por más que la vida quería, nunca había sido afectado y después de mis exposiciones gástricas, en el piso, con mi dedo índice, escribía feliz. Me pregunté entonces, y de nuevo, por qué su negativa al entendimiento. Sin el alcohol nunca hubiese podido existir, primero, porque nunca he creído en nada y él me ayudó a sensibilizarme, a creer en las magias con su efecto prodigioso, a desinhibirme de preceptos idiotas.
Con él la vida se plasma en esperanza, aunque el castigo como todas las cosas lo tienen, sea la represalia en el desgaste del tiempo, sea este cáncer insoportable en el estómago, impotencia, mareos, alucinaciones atroces.
Hoy sobrevivo a una crisis alimenticia, aquí habría llegado con mi esposa si le hubiese gustado participar en mis momentos malos… Sé que empecé a tomar actitudes sospechosas, extraviadas, de difícil clasificación. Otro cincuenta por ciento eran hormigueos, sudoraciones, como si hubiese hecho enormes esfuerzos físicos.
El momento cumbre llegó cuando perdí el conocimiento al cruzar la calle y me internaron seminconsciente, creía escuchar algo.
En la ambivalencia de mis criterios, aquella voz regresaba erigiéndose sobre mi trastorno motor, que consistía en la imposibilidad por falta de coordinación de movimientos.
Estuve tan mal que me aplicaron descargas eléctricas, las alternaban con los tiempos en el que el corazón daba señales. Según el médico, aquel esfuerzo mental y físico le dio muerte a otro tejido del músculo cardiaco, un espasmo del vaso junto a una disminución de aporte de sangre creó un estado de insuficiencia aguda, eso que sentía era lo más cercano a la muerte. Conmigo, tres descargas bastaron para salvarme porque en estas ocasiones son muchas más.
Luego vino la historia de una rehabilitación que me negaba a cumplir. Le expliqué lo que había sentido, lo que me había pasado antes de salir de aquel estado: un acceso cerrado que se abrió con el incremento de la descarga eléctrica, pero él me aconsejó que entendiera, que lo más importante era establecer una forma de recuperación y cumplirla.
Le insistí, necesitaba que desistiera de darme órdenes que no cumpliría. Añoraba un trago no recomendaciones, le insistí casi llegando a la violencia, pero él se negó.
Pasaron los días, alterné pastillas con tragos. Hoy iré al hospital, debo aprender a existir con los dolores. Me pondré a repasar mis experiencias para pasar el tiempo, por lo tanto serán más llevaderas las quimioterapias con estos ejercicios.
Solo me queda un agradecimiento, desde lo más profundo de mi ser, al líquido extraído de las magias más profundas y extrañas. Cinco mil años de mezclas sanguíneas, es que yo pude ser en las actividades cotidianas. Gracias, alcohol, comprendo cómo es esperar a la muerte que siempre está por ahí, cerca, mirándonos y todos generalmente le huyen, yo no, con facilidad irrumpo en su memoria con otro sorbo impensable para mi familia, tratando de contener mi vida un poco más. Obviamente lo que más me molesta es que no me dejen explicar algo que muy bien conozco. Por ello, me condeno voluntariamente a mi efecto y sus consecuencias. A falta de la familia el bar vuelve a convertirse en mi casa.
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